jueves, 31 de octubre de 2013

Los que no se remiten... ni a las pruebas 20131031

Los hechos comprobados, las pruebas de lo obvio, las revelaciones, la verdad (en una palabra) han dejado de tener importancia. En un mundo complejo saturado de mensajes y repleto de personas y organizaciones dispuestos a contar su propia versión de la realidad, muchos no son capaces de modificar sus convicciones ni frente a las más notorias (y contrarias) evidencias. Son famosos los sondeos llevados a cabo en USA, según los cuales amplios sectores de la opinión pública mostraban su convencimiento de que Sadam Hussein había participado directa y personal en los atentados del 11-S, o seguían pensando que Irak disponía de armas de destrucción masiva meses y años después de que las inspecciones tras la invasión de dicho país no hallaran ni rastro de tales armas.

Por eso hay personas convencidas de que la economía mejora, pese a los datos que desmienten tal ilusión. O ciudadanos incapaces de entender los datos estadísticos más elementales si éstos no coinciden con sus percepciones y creencias. Incluso existen creadores de opinión (oficio singular sin duda) que acusan de traidores y amigos de ETA a los policías que más terroristas detuvieron y a los políticos que, datos en mano, con más eficacia pilotaron Interior (no por cierto Mayor Oreja, cuya gestión fue desastrosa si nos atenemos a los hechos).

He oído a personas como Dios manda, clamar en su día contra las escuchas de las conversaciones entre los imputados de la Gürtel y sus letrados, y muy poco después reaccionar con indiferencia e incluso regocijo cuando la policía mató a tiros a un ciudadano rumano que era perseguido por no se sabe qué. ¡Que hubiese obedecido las órdenes de alto!, decían estos grandes partidarios del Estado de Derecho sin entender la flagrante contradicción entre ambas actitudes. Y el otro día, hablando de Gran Scala, un tipo aseguró sin dudar que la quimérica neociudad no se hizo en los Monegros por culpa de la campaña llevada a cabo por quienes trabajamos para llevar los casinos a Madrid o Barcelona. No hubo forma humana de explicarle que las cosas no habían sido así. Yo, la verdad, ni lo intenté. 

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