sábado, 2 de noviembre de 2013

Ya decidirán otros por tí 20131102

Los trabajadores de Fagor sufren un evidente ataque de estupefacción. ¿Cómo ha podido pasarles eso a ellos, tan cooperativistas, tan eficientes, tan industriales... tan vascos? Y su sorpresa coincide al milímetro con la de los inversores que compraron preferentes, la de los empleados de las mil y una empresas aparentemente sólidas que se han venido abajo, la de los votantes defraudados. La cuestión es que los de Mondragón (y los demás) estaban en la inopia. Tal vez creían a pies juntillas el argumentario abertzale según el cual Euskadi es otra cosa o tal vez dejaron su vieja tradición participativa y se apuntaron a delegar todas las decisiones en los altos ejecutivos de la empresa. Y éstos se pasaron de listos, cometieron errores estratégicos, abusaron del crédito y fracasaron en la expansión y la internacionalización. Nada nuevo bajo el sol de España.

Los trabajadores-socios de Fagor no se enteraron de nada hasta que la ruina les estalló en la cara. Lógico en un país y un mundo en el que las cúpulas (financieras, empresariales, políticas) deciden allá arriba y en la más absoluta oscuridad. Por eso los ciudadanos se limitan a votar cada cuatro años a unos partidos donde carecen de presencia y de voz. Por eso los asalariados han confiado la negociación de sus condiciones laborales a unos sindicatos a los que ni siquiera se afiliaban. Por eso incluso muchos miembros de consejos de administración (tanto de empresas públicas como privadas) dicen tan anchos que ellos no se enteraban de lo que pasaba en su sociedad. Aquí nadie ha querido ser responsable de nada, se han roto las reglas del compromiso democrático y el resultado es un caos acojonante.

El absentismo de las sociedades postmodernas es increíble. El personal pasa de todo, se desentiende de todo y deja que sean otros los que le gobiernen, le digan cuáles son sus derechos, le administren los ahorros, le organicen el escenario económico y le propongan la moda, el entretenimiento, los hábitos y hasta la mejor manera de echarse un polvo. Luego, claro, vienen las (amargas) sorpresas, el llanto y el crujir de dientes. Pobres, los de Fagor. Qué putada. 

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