Me resistía a opinar sobre el desayuno celebrado en el Ritz de Madrid en torno al alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, disfrazado de pontífice del socialismo democrático y autoproclamado mentor de la pobrecita Carme Chacón. Ni siquiera entré en situación cuando el expresidente aragonés y actual senador, Marcelino Iglesias,
salió al quite y recomendó mucha calma y mucha prudencia. Pero el tema
ha ido calentándome no tanto por el actual rifirrafe en el seno del PSOE
como por el hecho objetivo de que, si este partido no funciona como
alternativa creíble a la terrible deriva que sufre España en manos
conservadoras, será preciso inventar algo o rezar... o hacerse el
harakiri.
Belloch e Iglesias, a quienes conocemos bien, no son
socialistas sino centro-populistas. Han tenido buenas intenciones, se
han ido de cabeza, han hecho alguna cosa interesante, han cometido
errores de bulto... Nunca estuvieron a la izquierda de nada ni se
enfrentaron a poder fáctico alguno ni lideraron transformaciones
esenciales ni supieron hacer otra cosa que presumir de navegantes con el
viento a favor y estrellarse contra la escollera en cuanto la mar se
puso gruesa. No hay que juzgarles mal: son lo que son y aún están unos
palmos por encima de lo que nos ofrece la derecha.
Pero en estos
arduos momentos la cuestión es otra. No parece que el PSOE pueda
recuperar el sitio montando unas primarias más o menos amplias mañana o
dentro de dos años. Primarias... ¿entre quién? Si es necesario (y lo es)
generar una opción política capaz de enfrentarse al PP y ofrecer al
electorado algo mejor que la ruina y la desesperación, hará falta
configurar una plataforma amplia en sintonía con los movimientos
sociales enfrentados a los recortes, las privatizaciones, las estafas
financieras y las imposiciones de Berlín/Bruselas; habrá que ofrecer
credibilidad, auténtica renovación y un proyecto diáfano. A partir de
ahí, las primarias deben recoger todo lo que hay en la vieja y la nueva
izquierda. O sea, abiertas... de par en par. Además, Belloch ya ha
gafado a Chacón. ¡Y eso que no se llevó a Madrid el crucifijo!
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