Un juez de la Audiencia Nacional ha dictaminado que el incendio del
Corona de Aragón fue un accidente, no un atentado. Por supuesto, quienes
entonces investigamos la tragedia sabemos bien qué pasó: el fuego
originado en una grasienta chimenea se extendió con inaudita facilidad
por un edificio cuyos supercombustibles interiores parecían estar hechos
a propósito para ser pasto de las llamas. Nunca hubo el menor indicio
de que allí hubiese actuado ETA u otro grupo terrorista. Pero algunos
tribunales aceptaron tal versión. Lo cual vino muy bien a ciertas
personas, fuese por razones políticas, fuese para obtener alguna
compensación por las pérdidas sufridas. En este país, ya se sabe, si te
alcanza una desgracia de grandes proporciones puedes dar por seguro que
nadie reparará el daño (hasta donde pueda repararse), pues siempre habrá
excusas para echar la culpa a la mala suerte, a quienes hayan muerto o
no estén sujetos a la justicia española... o a la imprevisible
naturaleza, que además de previsible es inaprensible. Que se lo
pregunten a las víctimas del camping de Biescas.
Estos casos me
fascinan. Sobre todo por la manera (tan poco sutil) en que
instituciones, tribunales y gente de orden en general se quitaron de
encima los cadáveres. En el caso del Corona, por ejemplo, aluciné cuando
se habló del agente exógeno, el misterioso producto que habría
extendido el fuego provocando temperaturas altísimas. ¿Agente exógeno?
Sin duda: moquetas, maderas, plásticos, pegamentos, barnices... El
edificio era una auténtica falla, un compendio de las técnicas
constructivas de los Sesenta, una trampa. Pero ese tipo de
responsabilidad se obvió. Era más fácil hablar de ETA aunque no
existiese la más mínima prueba. Los círculos franquistas se
entusiasmaron con ese enfoque. Y siguen.
Con el cámping ocurrió
algo parecido. Se aceptó en los tribunales que el aluvión de agua, lodo,
piedras y árboles fue un hecho imposible de predecir, un fenómeno con
un milenario periodo de retorno. Sin embargo, aquello ya había pasado
menos de un siglo antes. Existían múltiples pruebas (incluso
fotográficas) de que otra avalancha se precipitó por la misma ladera
hacia la carretera. Alcanzó al autobús de La Tensina que pasaba por
allí. Lo arrastró y volcó. Dos personas murieron. No hubo más víctimas
porque entonces no existía el cámping ni el barranco había sido domesticado.
Pero ni esta evidencia ni la existencia de informes técnicos que
advertían del peligro modificaron las tesis oficiales. De hecho, en el
Pirineo sigue habiendo campings en condiciones muy similares (al de
Castejón de Sos lo arrasó el Ésera el otro día).
Muchas verdades oficiales son mentiras evidentes. Pero, en fin, así se escribe nuestra historia.
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