Aragón suspende en protección ambiental, si nos atenemos a emisiones
de gases invernadero o la superficie construida... por habitante.
Aunque, claro, tenemos un territorio tan grande y desolado, que si el
mismo cálculo se hace relacionándolo con los kilómetros cuadrados ya no
salimos mal parados, más bien al revés. Con todo, acojona saber que,
desde hace treinta años, en esta bendita Comunidad se ocupa suelo (para
viviendas, equipamientos e infraestructuras) a un ritmo de dos hectáreas
(veinte mil metros cuadrados) al día... o que las centrales eléctricas
que queman carbón han empeorado nuestros niveles de contaminación en un
sentido radicalmente opuesto al que sigue la Unión Europea, donde han
bajado.
Pero lo más inquietante de todo esto no es ya el menosprecio que
gastamos con la ecología (conocimiento que tantas burlas provoca entre
los idiotas), sino la evidente ausencia de programas a medio y largo
plazo, en una tierra cuyas condiciones climáticas cambiarán (a peor) si
las temperaturas siguen subiendo. Ese vacío estratégica es, por ejemplo,
el mismo que nos tiene enganchados a una corporación de sociedades
públicas ruinosas, sin que ni una sola fuerza política u organización
social proponga alternativa alguna. O el que deja en el aire
sistemáticamente un futuro que fiamos a la mera inercia, mientras
defendemos las minas de un combustible fósil inaceptable, un megatúnel
por el Pirineo central que jamás veremos o unos pantanos sin porvenir ni
lógica.
No sabemos qué hacer con la inmensidad del territorio. Salvo
destruirlo allí donde es posible hincarle el diente. No hemos creado
imagen de marca para nuestros productos agropecuarios e industriales. No
disponemos de un tejido social capaz de entender por dónde hay que
avanzar. Desde los ámbitos públicos y semipúblicos, la cuestión de la
tecnología se ve como un lugar común en los discuros; pero luego, en los
actos donde se supone que van los próceres a lucirse diciendo cosas (y
no dando palmadas y apretones de mano a todo quisque), casi nadie es
capaz de explicarse con criterios del siglo XXI.
Todo esto, desde luego, le pasa a Aragón y a casi toda España (salvo
al País Vasco y en menor medida a Cataluña). Todos estamos encantados,
según la versión oficial, con exportar más gracias a un brutal descenso
de los costes salariales y obtener ingresos provenientes del turismo,
cuyos récords son celebrados con la misma euforia triunfal de los años
Sesenta. La noticia de que los precios de los pisos vuelven a remontar
dispara el optimismo de los especuladores... y de los incautos. No
aprendemos.
Pero si otras comunidades españolas se pueden permitir esta desidia
(porque tienen mar, o más recursos y población), Aragón se está quedando
sin masa crítica, sin gente ni capacidad para reaccionar allí donde aún
la hay. Por eso aquí no nos vale con vernos medio bien situados en las
estadísticas, los rankings y los informes. Los cáculos per cápita son
muy engañosos. Somos pocos, cada vez menos. Y los más listos, esos
jóvenes de cuya formación nos enorgullecemos, acabarán... yéndose.
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