Durante decenios, gran parte del debate social en Aragón ha tenido
que ver con la autoestima, el pesimismo, el cainismo y otros estados del
alma política. Porque, según hemos podido comprobar, los partidos y sus
correas de transmisión han pasado sucesivamente del ánimo positivo al
negativo... según les tocase disfrutar del poder o aguantarse en la
oposición. La realidad ha ido por otro lado, claro. Y no ha acabado de
evolucionar bien por una razón bien simple: si las cosas no mejoran, (de
verdad) acaban empeorando.
A quienes osaron advertir una y otra
vez de que esto no rulaban se les ha llamado de todo. Los muy agoreros.
Pero hoy mismo, cuando el Instituo Nacional de Estadística ha reflejado
la desgracia demográfica de la Tierra Noble (cada vez hay más viejos y
menos jóvenes), los hechos vuelven a echársenos encima. Aquella leyenda
divulgada en el triunfal inicio de este siglo y que recreaba un futuro
próximo donde Aragón tendría dos millones de habitantes (la mitad de
ellos en Zaragoza) sólo tenía por objeto, ¡ay!, calentarnos la cabecica y
justificar los pelotazos urbanísticos.
Con mucho territorio y
poca gente, aquí los servicios se han puesto por las nubes. Y espérate.
Cualquier actividad en las áreas rurales es deficitaria y ocurre, por
ejemplo, que ni Renfe mantendrá los trenes regionales si no se los
subvencionamos, ni la red sanitaria o educativa puede cuadrar las
cuentas con tantos pueblos desparramados por estepas y montes, donde
sólo viven ancianos.
Por supuesto, darle la vuelta a semejante
situación no es nada fácil. Pero hemos de convenir que tampoco se ha
intentando en serio. Mientras hubo pasta, se despilfarró en política de
escaparate y proyectos destinados a ilusionar a un personal proclive a
entusiasmarse con cualquier juguete. Ahora no hay un clavel ni nadie
sabe qué hacer.
Del Gobierno central cabe esperar muy poco. Se ha
tragado las autopistas privadas arruinadas de Madrid, Valencia y Murcia.
Pero es que aquello fue cosa suya (del PP). Los agujeros de Aragón, eso
ya...
JLT 14/12/2016
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