Algunos lectores consideran que ni soy aragonesista ni parezco capaz
de ponerme en el lugar de quienes profesan dicha ideología, fe o
sentimiento. Tal vez tengan razón. Pero he de asegurarles que siempre he
querido ser un aragonés cabal, que amo a mi tierra, que por mis venas
circula pura sangre tierranoblense (de íberos, de celtas, de romanos, de
moriscos, de hebreos, de bearneses) y que entiendo y defiendo las
reivindicaciones (razonables) de mi gente.
El problema es que soy incapaz de definir el aragonesismo. No lo veo claro ni cuando lo explica Alfredo Boné
en artículos tan curiosos como el publicado hace justo una semana en
estas páginas, ni siquiera cuando lo desarrolla CHA en su documento +Ara.
Percibo que el aragonesismo parece, en el peor de los casos, una
coartada para caciquear a escala local... o, en el mejor, una forma de
definir un transporte emocional proyectado políticamente sobre la
aspiración de ser una autonomía de primera o de arrancarle a la
Administración central un pacto fiscal que haga justicia a nuestra
condición de buenos contribuyentes. Hay más aspectos positivos, por
supuesto. Pero no he encontrado en ellos nada que no encaje como un
guante en una organización federal del Estado español y la Unión
Europea. No hay impulsos soberanistas, ni mucho menos independentistas.
No existe (o no lo hemos sabido inventar) un hilo conductor histórico
que dé cuerpo a nuestra naturaleza diferenciada. No hay héroes ni himnos. No hay mitos ajenos a los de uso común en España: Sertorio
(que era romano), los reyes batalladores y conquistadores (muchos de
ellos catalanes o castellanos), el Compromiso de Caspe, la decapitación
de Lanuza, los sitios de Zaragoza... Y luego, ya saben, la jota,
los tambores, nuestras fiestas mayores y todo lo demás. Con eso y con
una lengua muy minoritaria no se arma una conciencia nacional.
Para quienes no somos (o no queremos ser) nacionalistas (ni españolistas
ni periféricos), Aragón es una patria muy aceptable. Tenemos una bonita
bandera compartida con otros territorios, un absurdo himno que oímos
con indiferencia (como se deben oír los himnos), una notable tendencia a
ser ciudadanos del mundo y una vocación española, mediterránea y
europea. Lo que no tenemos a fecha de hoy es una estrategia que indique
hacia dónde vamos. Ignoramos cuáles son nuestras ventajas de partida. No
valoramos lo nuestro. Nos dejamos embobar por el primero que llega a
proponernos cualquier desatino. No sabemos qué queremos.
JOSÉ LUIS Trasobares 19/05/2013
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