La sostenibilidad que identifica nuestra Expo no consiste (sólo) en
que las mismas compañías eléctricas que ocultan fugas radiactivas en las
centrales nucleares hagan luego anuncios con florecitas, verdes
praderas, mares azules y niños riendo. No estamos hablando de un
argumento para el márketing, sino de un estilo de vida que preserve del
desastre medioambiental, del hambre y de la guerra a las generaciones
futuras. Porque la crisis que hoy se nos come vivos evidencia el
agotamiento de un modelo político y económico global que ni la biosfera
ni la humanidad podrán resistir indefinidamente.
La in-sostenibilidad se despliega audaz ante nuestros ojos. Está
claro: si se producen cada vez más automóviles, no sólo llegará un
momento en el que no habrá compradores para tanto coche sino que además
se promoverá el continuo aumento del precio de los combustibles; si las
constructoras persisten en levantar viviendas por decenas y aun cientos
de miles, con un constante y despiadado incremento de su coste, llegará
un instante (como ha llegado) en el que ya no habrá mercado para
tantísimo piso vacío en las grandes ciudades y para tanta segunda
residencia en playas destrozadas y en valles urbanizados a la
mecagüendiez. El negocio inmobiliario se ha desplomado al fin porque
batía el récord a la hora de vender producto malo, feo y caro.
Lo increíble es que ahora, cuando nos caen encima los efectos de
la in-sostenibilidad, haya voces que reclaman la intervención de los
poderes públicos para intentar que la gente siga consumiendo a modo y
comprando pisos a precios estratosféricos. Y lo más alucinante es que
quienes antaño reclamaban absoluta libertad en el mercado del suelo y de
la vivienda, hoy pidan la intervención de los poderes públicos (y del
dinero del común) a fin de sostener los márgenes de beneficios de la
feliz época expansiva. O sea que, comprobada la hondura del problema, se
trata de superarlos no mediante una sabia rectificación sino
profundizando en el error.
(Continuará
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