Ha provocado algún revuelo un artículo mío publicado bajo el epígrafe El Independiente, en el que comentaba lo que no deja de ser obvio: el enrocamiento
rural del PAR y su utilización para tal estrategia de instituciones ad
hoc (consejos comarcales) y empresas públicas (Sarga y otras), amén de
una reedición sistemática de los mitos más desfasados. Admito que esa
querencia transciende al partido de Biel y toca a las demás fuerzas políticas porque Aragón sigue fundamentando su personalidad
como pueblo en un imaginario muy ceñido a los estereotipos. Los relatos
históricos (a menudo mal interpretados), el control del agua (pantanos,
regadíos sin fin, diques, motas...), los proyectos redentores (cuanto
más alucinantes, mejor), la sacralización del labrador (nuestro
arquetipo, nuestro antepasado) y el sistemático recelo ante cualquier
novedad de características no lineales configuran y definen nuestra
naturaleza. Y es verdad que tal naturaleza no solo reside en las
comarcas y pueblos sino que se infiltra de forma notable en el
pensamiento urbano.
No se trata de abrir un debate entre la
ciudad y el campo. Lo de Zaragoza contra Aragón (o viceversa) hace
tiempo que no cuadra. Es otro mito que viene del pasado y, como los
demás, se basa más en factores emocionales que en datos objetivos.
Si la capital aragonesa arrastra fracasos notorios en su planificación,
así como una baja rentabilidad en buena parte de sus más sonadas
inversiones, el territorio afronta sus propios problemas.
Hablando en términos generales, ni el Pirineo ha logrado diversificar su
oferta, ni Teruel rompe su declive existencial, ni nuestro valle del
Ebro ha generado una dinámica (en el sector agroindustrial) similar a la
que existe en Rioja, Navarra o Cataluña. Aragón tiene ya cientos de
miles de hectáreas en regadío. En ellas se han metido ingentes
cantidades de dinero para, por ejemplo, producir por hectárea lo mismo
que en cualquier país centroeuropeo, con la diferencia de que allí nadie
ha gastado un céntimo en embalses, canales, sistemas informáticos y
aspersores. Nos hemos convertido en uno los mayores productores de maíz
transgénico sin alcanzar un mínimo de competitividad. Gran parte de
nuestro sector primario es adicto a la PAC.
Aragón no ha tomado
posiciones relevantes en el expansivo sector de la agricultura ecológica
y tiene muchas dificultades para asimilar las innovaciones y las
técnicas que definen la economía rural en otros países europeos (control
de la comercialización y la transformación, valor añadido). Y lo malo
es que el aparato político-institucional, en vez de empujar hacia
adelante, se ciñe a la mitología más conservadora.
Ya me perdonarán, pero esa es la cuestión.
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