Sólo cuando los desahucios han empezado a desencadenar suicidios,
incrementando exponencialmente el impacto de la tragedia, nuestros
grandes jefes han reaccionado e iniciado la manida ceremonia del
consenso: conversaciones entre los dos grandes partidos, declaraciones a
los medios, caras serias y vehementes lecciones impartidas desde la
tele pública (¿pública?) por la seño Sáenz de Santamaría.
Mientras, ha tenido que venir la Abogacía General de la UE (equivalente a
una Fiscalía europea) para advertir que la legislación hipotecaria
española permite al prestamista (banco o caja) abusar del prestatario.
Elemental: en este país las hipotecas se hicieron para hinchar la
burbuja inmobiliaria soslayando la dación en pago. De esa forma se
pretendía amarrar el dinero incluso si la dichosa burbuja
estallaba y los inmuebles objeto de créditos temerarios perdían gran
parte de su valor, como ha ocurrido.
Así es España, donde se nos
llena la boca hablando de leyes y legalidad cuando en realidad nos
manejamos con normativas aberrantes hechas las más de las veces a la
medida de los poderes fácticos de turno. Luego pasa lo que pasa. Si
bancos y cajas hubiesen aplicado una elemental prudencia a la hora de
conceder créditos tanto a promotores-constructores como a los clientes
de éstos, ahora no estaríamos así. Si nuestra planificación urbanística
se hubiera hecho con un mínimo respeto a eso que llaman el interés
general, la burbuja jamás habría alcanzado una dimensión tan peligrosa.
Tenemos una monumental deuda con el exterior que no se debe tanto al
manifiesto despilfarro de las instituciones como al agujero negro que ha
dejado la financiación de millones de viviendas. Y si aquí hubiésemos
tenido sentido de la justicia y un poco de valor, habríamos dejado caer a
los bancos y cajas más expuestos (como cayeron antes las
inmobiliarias), resarciendo en la medida de lo posible a sus impositores
y dejando a sus acreedores (entidades alemanas, holandesas o suizas)
que se cobrasen lo que pudieran en suelo o en apartamentos. A ver si así
el que saltaba por la ventana era, al fin, un banquero.
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