Cuando petó la burbuja hace un lustro, España arrastraba una deuda
pública inferior a la media de la UE, y la Seguridad Social estaba en
superávit. Lo cual indica (aun admitiendo la existencia de facturas en
los cajones, débitos ocultos y todo lo demás) que los despilfarros por
parte de las instituciones (ciertos) y las ineficiencias en la
Administración y los servicios prestados por el Estado (indudables) no
fueron el principal desencadenante de la ruina. Como es archisabido
(salvo casos de burricie perniciosa), la crisis se precipitó al explotar
la burbuja inmobiliario-financiera. La brutal especulación del suelo y
la desorbitada avaricia de los mercados financieros resultaron ser los
grandes motores de este desastre. Unidos, eso sí, a los vicios
estructurales de nuestra economía y a una extensa e intensa corrupción
de fondo. El fracaso, transversal, fue protagonizado por todas las
élites: las que reinaban en cajas y bancos, las que gestionaban las
empresas grandes y medianas, las que gobernaban las instituciones y las
que dirigían partidos, patronales y sindicatos. La gente del común fue
una inmensa masa de plastilina que aquellas moldearon a su antojo, y que
se dejó hacer pensando que las cosas buenas iban a durar para siempre.
Nuestro país (o lo que sea) se ha empobrecido en porcentajes desconocidos desde la Guerra Civil. Las estadísticas sitúan la devaluación interna en un 15%, pero a ras de calle el impacto es mayor. Tras el incapaz Zapatero, Rajoy
y los suyos han entrado a saco. Ahora, la destrucción en términos
relativos y absolutos es tremenda en la educación y la sanidad, en los
servicios sociales, la cultura y la investigación. ¡Y el déficit público
no cesa de aumentar! Peor todavía es la perversión del pensamiento y
del lenguaje, el triunfo de la ideología neoconservadora en su versión
más cruel y demencial. ¿Pues no dicen que la reforma de las pensiones ahorrará treinta mil millones? No los ahorrará, qué va: los sustraerá del poder adquisitivo de los jubilados.
Ahí está el capitalismo: refundado, poderoso y rugiendo frente a una
ciudadanía aterrada e inerme. ¡Y sólo han pasado cinco años!
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