Centenares de empleados de la CAI temen quedarse en la calle con una
indemnización mínima. Y comparan su situación con la de quienes hasta
hace no tanto fueron su director general y su director general adjunto,
que se fueron con cinco y tres millones, respectivamente. Bueno, el jefe
de Caja Badajoz (una de las integrantes de Caja 3) acaba de salirse
también por la tangente. Pero lo suyo ha sido muy discreto: solo le han
dado un millón. Qué miseria.
Esos mismos empleados (algunos de
ellos amigos míos) creen que su actividad en el día a día es rentable y
funciona bien. No comprenden que su entidad, que como Caja 3 movió en el
último ejercicio 30.000 millones de recursos de clientes y declaró unos
activos de 20.000 millones, vaya a ser vendida a Ibercaja a precio de
saldo. Claro que estas personas no tienen en cuenta otras operaciones al
margen del negocio cotidiano decididas por el consejo de administración
en los últimos años. Ahí está la madre del cordero.
Las cajas,
como el resto del sector financiero, participaron activamente en la
expansión de la burbuja inmobiliaria. De hecho pusieron buena parte del
combustible que hizo subir el precio de la vivienda como un cohete. En
general jugaron alegremente al pelotazo, se aliaron con los promotores,
entraron en el ladrillo e interactuaron con los gobernantes de las
instituciones (que tenían terminales en los consejos de administración
de las propias cajas) para manejar la planificación urbanística y los
proyectos públicos como un truco de magia en el que siempre salía oro de
la chistera.
Los políticos, sí, estaban allí para participar en
la fiesta. Pero las decisiones últimas se tomaban en unas cúpulas
reducidas integradas básicamente por profesionales de las finanzas
cooptados directa o indirectamente entre sí. En la articulación de
dichas cúpulas jugaron un papel muy importante los patronos fundadores
de las cajas. En Ibercaja, la Real Sociedad Económica de Amigos del
País; en la CAI, Acción Social Católica. Dos organizaciones fantasmales,
inconcretas, artificiales. Su poder se ejerció sistemáticamente de
arriba hacia abajo, controlando casi siempre la participación de
empleados e impositores y pactando con los representantes políticos un
satisfactorio toma y daca.
El modus operandi funcionó
durante decenios como un reloj. Había dinero. Las obras sociales y
culturales ejercían un impacto social notable y en general benéfico.
Todo iba como una seda. Las críticas se silenciaban... Hasta que esta
crisis puso en bandeja a la gran banca privada su viejo sueño de morder
la enorme cuota de mercado de las cajas. Ahora el barullo es fenomenal. Y
mis amigos de la CAI se miran entre sí estupefactos. ¿Qué ha pasado
aquí?
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