Qué curioso: ni Gran Bretaña ha entrado en barrena económica tras
decidir el Brexit, ni Estados Unidos parece hundirse como consecuencia
de la elección de Trump. En realidad, la libra esterlina se recupera
alegremente de los sustitos iniciales y no es cierto que la City
londinense se esté quedando sin inquilinos. A otro lado del Atlántico,
Wall Street encadena sesiones al alza y sus brokers más audaces van a
entrar en la nueva Administración... a manejar la Reserva Federal y las
cuentas públicas. Dejémonos pues de flipar con las victorias de esos que
llamamos populistas conservadores. Pues con ellos no llega ninguna
rebelión antisistema ni desafío a los paradigmas al uso ni contestación
al establishment (salvo a esa parte del establishment más refinada que
todavía pretende defender las buenas maneras). La inglesa May y el
horrible Donald son pura derecha; radical, despendolada y muy
autoritaria, pero perfectamente identificable. Si algún obrero blanco en
paro, algún ultranacionalista o algún militante antiglobalización pensó
que esos dos especímenes podían representarle debía ser tonto de
remate. Ambos son ricos y agentes de los muy ricos, encargados de
incrementar esa riqueza a costa, naturalmente, de la variopinta chusma
alienada y alelada.
Gran Bretaña y EE.UU, además, se lo pueden
permitir. Son escualos lo suficientemente grandes como para poder nadar a
su aire (y comer lo que les plazca) por los procelosos mares de la
posmodernidad financiera. Grecia, por supuesto, no. Y más cuando
pretendió hacerlo con un gobierno de izquierdas.
La nueva derecha
del siglo XXI ya está aquí: insolente, fascistoide, embustera,
brutalmente condiciosa... Equipararla, como hacen Alfonso Guerra y otros
nostálgicos interesados, a las diversas pero débiles réplicas de las
izquierdas (desde el norteamericano Sanders o el británico Corbyn hasta
el griego Tsipras o el español Iglesias) es puro despiste o evidente
manipulación.
Parecen fantoches majaretas, sí. Pero son listos... Y malvados.
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