Viajar es muy instructivo. Apenas un paseo por esa Gran Europa
(todavía potente y solvente) que ahora envidiamos sirve para constatar
muchas cosas. Por ejemplo que al otro lado de los Pirineos no se trabaja
más ni con más diligencia, ni el personal es particularmente austero en
sus usos cotidianos (¡tenían que haber visto el desaparrame que había
en Burdeos la noche del 14 de Julio!). O que la crisis también asusta a
nuestros vecinos y socios. O algo más concreto e inmediato: en las
ciudades se generaliza el uso de las bicicletas, se extienden las áreas
peatonalizadas y en no pocos casos circulan los tranvías por carriles
vedados a los coches. Las urbes europeas exhiben con orgullo su historia
e intentan por todos los medios mantener su atmósfera, tozudamente recuperada incluso allí (en Francia o Alemania) donde los bombardeos de la última Guerra acabaron con casi todo.
Cualquier comparación con nuestras ciudades (Zaragoza, sin ir más
lejos) revela similitudes pero también diferencias. La capital aragonesa
se situó en la onda europea en el periodo que fue desde 1909 a
1936. Sin embargo, tras el trauma de la Guerra Civil, en los años
Cincuenta y Sesenta se produjo un nuevo impulso marcado por la
especulación, el caos, la vulgaridad y un abierto desprecio por lo viejo que se contrapuso a una falsa modernidad de plexiglás y automóvil. En los Setenta, aquel urbanismo en vías de desarrollo
había perdido todo rastro de racionalidad y se alejaba del estilo
europeo. Luego, la democracia mejoró mucho las cosas pero no llegó nunca
a culminar un proceso de cambios que, por ejemplo, acabase con el
imperio de los cárteles inmobiliarios.
Zaragoza suele quedarse a medias. Belloch
podía haber sido un alcalde decisivo, pero su indudable ambición y su
voluntad transformadora no han alcanzado sus últimos objetivos. Le ha
faltado estrategia, coherencia y eficiencia. Además sus planes han
embarrancado alcanzados por la crisis financiera. Ahora, el regidor más
emprendedor de los últimos tiempos improvisa sobre la marcha, acosado
por las deudas y los problemas derivados de actuaciones anteriores. Que
se le haya visto incluso perder los nervios en público (como ocurrió el
viernes en el Pleno) es un signo de que no pasa por su mejor momento.
Pero no se trata sólo del alcalde. No pocos zaragozanos parecen
claramente desorientados. Muchos abominan hoy de una Expo que les
cautivó. Otros se han empeñado en oponerse a la reimplantación del
tranvía (que es el único gran proyecto de los últimos lustros cuyo plan
de negocio se está cumpliendo a la perfección) o rechazan aquello que en
la Gran Europa es habitual (carriles bici, peatonalización de las
calles comerciales). Aún estamos en el camino.
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