Que Hugo Chávez dominaría la política venezolana durante mucho
tiempo ya era algo evidente hace diez años, cuando la oposición lanzó
contra él un Paro cívico nacional lleno de malas intenciones. En
ese momento, el polémico presidente resistió el envite gracias al apoyo
del pueblo. ¿Y por qué? Porque al contrario del viejo y corrompido
sistema basado en la alternancia entre el partido conservador y el
socialdemócrata, él y los suyos pretendían trasladar a las masas una
parte de los beneficios procedentes del petróleo de Venezuela. Lo hizo
luego con las misiones chavistas, que han llevado asistencia
sanitaria, alfabetización y servicios sociales a mucha gente que carecía
de ello. Por eso volvió a ganar las elecciones el otro día. No es
difícil de entender.
¿Es estúpida la ciudadanía? ¿Es incapaz de
utilizar adecuadamente su derecho al voto? No. Ni en Venezuela ni en
ninguna parte. El tal Chávez será (y a mí así me lo ha parecido desde
siempre) caudillista, zafio, oportunista, demagogo... Sí, pero ha
ofrecido algo a los pobres de su país, que eran muchos. Y estos se
aferran al credo bolivariano por puro sentido común, por interés simple,
porque no confían en que los otros les concedan beneficio
alguno. A partir de ahí, surge la recurrente reflexión conservadora: ¿Es
lógico que tengan el mismo valor la papeleta depositada por una persona
culta, con propiedades, responsable, que la de otra sin estudios ni
criterio ni nada que perder? Oí esta pregunta en el Country Club de
Caracas hace tiempo, y recientemente la escuché tal cual en una tertulia
donde se comentaban las últimas encuestas de intención de voto en
España.
Y como aquí ya nos tiran a la cara apelaciones a la mayoría silenciosa, actuaciones policiales provocadoras y violentas, promesas ministeriales de españolizar
a los niños catalanes, globos sondas sobre la posibilidad de restringir
el derecho de manifestación y advertencias de que solo existe una
política económica y social que debemos tragar por las buenas o por las
malas... Pues a uno se le ponen los pelos como puñales malayos. Que ya
venimos escarmentados.
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