Eso de que abucheen a la Reina o a los Príncipes de Asturias cuando
acuden a escuchar música clásica trae fritas a las personas de orden.
Primero empezaron los escraches, la presencia de indignados o
antidesahucios frente a las oficinas bancarias (o incluso dentro de
ellas), las concentraciones, las acampadas, las ocupaciones de fincas y
otras formas de protesta callejera. Y al final, esto. A la bendita
Familia Real no me la van a dejar cumplir con su decisiva labor:
entregar premios, leer discursos (breves, si puede ser), asistir a
conciertos, navegar en verano y esquiar en invierno. Qué poco respeto
(por los jefes) queda en este país.
España es un lugar extraño
donde mucha gente no acaba de entender la democracia. Demasiados siglos
de tradición absolutista, autoritaria, caciquil, represora y
nacional-católica. Ahora, no son pocos los que reaccionan con absoluta
indiferencia e incluso con regodeo cuando la policía dispara y mata a un
ciudadano de la UE, que no estaba armado ni tenía antecedentes ni
parecía estar llevando a cabo algún delito grave. La versión oficial
está llena de lagunas y es cosa sabida que en Zaragoza (escenario de la
muerte) han coincidido un jefe de Policía aficionado a los despliegues in situ
y un delegado del Gobierno deseoso de hacerse notar, tal vez para
desquitarse de los años que anduvo llamado a la puerta del poder sin
conseguir entrar. Por eso tal vez tenemos a la Policía literalmente
encima de cada manifestación, se abusa de las identificaciones y las
detenciones, se multiplican juicios y multas, se niegan derechos que los
tribunales han de imponer a golpe de sentencia, se imponen servicios
mínimos que invalidan el impacto de las huelgas y en general se pretende
reducir cualquier protesta social o política a una especie de
escenificación tenue, algo que no moleste ni llame la atención ni
interfiera con las agendas y los respectivos humores de las señoras y
señores mandamases.
Protestar es un derecho fundamental que, por
supuesto, incluye abucheos, broncas, manifestaciones y huelgas. Y los
gobernantes, a tragar, a tomar nota y (si conservaran un ápice de
inteligencia) a rectificar.
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