En Aragón (como en casi toda España) el
talento suele ser mirado con desconfianza y el éxito no atrae admiración
sino recelo. Hablo, por supuesto, en términos generales. Pero lo cierto
es que aquí la gente inteligente y creativa procura ir a lo suyo y no
comparecer en público salvo lo indispensable. Por el contrario, la
mediocridad ocupa las tribunas, se luce en los despachos y ejerce un
papel que nadie le atribuiría a priori. La clave para triunfar no radica
tanto en el trabajo y el conocimiento (virtudes que pocos respetan)
como en saber estar, adular a los superiores, ignorar a los inferiores,
no destacar, mantener siempre posiciones respetables (conservadoras pero
sin pasarse), aceptar y manejar los lugares comunes... en fin, dar el
perfil de quien no molesta ni inventa ni critica.
La quintaesencia de esa mediocridad ha ido derivando hacia la
política. Por dos motivos, porque el actual modelo de partidos incentiva
a la gente del aparato capaz de trabajar a la sombra e
integrarse en los sistemas de cooptación que permiten ir ganando
posiciones, y porque los cargos institucionales, al contrario de lo que
se dice, ganan sueldos modestos que no atraen a los profesionales
cualificados. De esta forma el nivel de jefas y jefes ha ido bajando
hasta alcanzar umbrales inquietantes. En estos momentos, ya no es
posible distinguir si la rutinaria semiparálisis de las principales
administraciones se debe a los efectos de la crisis (que vacía los
presupuestos), de las ideologías conservadoras en boga (que aconsejan
dejar al sector público a la deriva), de la vagancia de muchos
responsables (que impulsa a no hacer hoy lo que se pueda dejar para
mañana) y de una incapacidad estructural que corroe la pirámide del
poder. A veces, cuando uno observa y analiza los últimos acontecimientos
puede llegar a la conclusión de que se refleja en ellos más dejadez e
incapacidad que prejuicios o sectarismo (aunque lo último ayuda a lo
primero).
Por supuesto, el sector privado no está libre de esta lacra. Al
contrario: nadie podría imaginar la supervivencia de unas
administraciones públicas ineficientes si junto a ellas coexistiera un
tejido empresarial dinámico y pujante. Es posible que nadie lo haga
nunca, pero sería muy interesante estudiar a fondo las condiciones en
que se produjo el rápido derrumbamiento de la CAI, en una perfecta
comunión (interesada a veces) entre sus directivos profesionales y sus consejeros institucionales. Sin duda, una magnífica chapuza público-privada.
Tenemos un déficit de inteligencia y un superávit de cazurrería. Y
menos mal que entre bastidores, más allá de los focos, hay personas que
saben aunar trabajo y conocimiento para que esto no naufrague
definitivamente. Menos mal.
JOSÉ LUIS Trasobares 16/06/2013
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