domingo, 16 de junio de 2013

Tenemos un déficit de inteligencia 20130616

En Aragón (como en casi toda España) el talento suele ser mirado con desconfianza y el éxito no atrae admiración sino recelo. Hablo, por supuesto, en términos generales. Pero lo cierto es que aquí la gente inteligente y creativa procura ir a lo suyo y no comparecer en público salvo lo indispensable. Por el contrario, la mediocridad ocupa las tribunas, se luce en los despachos y ejerce un papel que nadie le atribuiría a priori. La clave para triunfar no radica tanto en el trabajo y el conocimiento (virtudes que pocos respetan) como en saber estar, adular a los superiores, ignorar a los inferiores, no destacar, mantener siempre posiciones respetables (conservadoras pero sin pasarse), aceptar y manejar los lugares comunes... en fin, dar el perfil de quien no molesta ni inventa ni critica.

La quintaesencia de esa mediocridad ha ido derivando hacia la política. Por dos motivos, porque el actual modelo de partidos incentiva a la gente del aparato capaz de trabajar a la sombra e integrarse en los sistemas de cooptación que permiten ir ganando posiciones, y porque los cargos institucionales, al contrario de lo que se dice, ganan sueldos modestos que no atraen a los profesionales cualificados. De esta forma el nivel de jefas y jefes ha ido bajando hasta alcanzar umbrales inquietantes. En estos momentos, ya no es posible distinguir si la rutinaria semiparálisis de las principales administraciones se debe a los efectos de la crisis (que vacía los presupuestos), de las ideologías conservadoras en boga (que aconsejan dejar al sector público a la deriva), de la vagancia de muchos responsables (que impulsa a no hacer hoy lo que se pueda dejar para mañana) y de una incapacidad estructural que corroe la pirámide del poder. A veces, cuando uno observa y analiza los últimos acontecimientos puede llegar a la conclusión de que se refleja en ellos más dejadez e incapacidad que prejuicios o sectarismo (aunque lo último ayuda a lo primero).

Por supuesto, el sector privado no está libre de esta lacra. Al contrario: nadie podría imaginar la supervivencia de unas administraciones públicas ineficientes si junto a ellas coexistiera un tejido empresarial dinámico y pujante. Es posible que nadie lo haga nunca, pero sería muy interesante estudiar a fondo las condiciones en que se produjo el rápido derrumbamiento de la CAI, en una perfecta comunión (interesada a veces) entre sus directivos profesionales y sus consejeros institucionales. Sin duda, una magnífica chapuza público-privada.

Tenemos un déficit de inteligencia y un superávit de cazurrería. Y menos mal que entre bastidores, más allá de los focos, hay personas que saben aunar trabajo y conocimiento para que esto no naufrague definitivamente. Menos mal.

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