No, amigos, cuando hablo de suspicacia extrema no me refiero solo a
la escasa (por no decir nula) confianza que nos inspiran los políticos, o
los jueces, o los propios medios informativos. No. El problema radica
en que la ausencia de credibilidad se ha extendido imparable por
doquier. Uno no se fía de la Agencia Tributaria, ni del Tribunal
Constitucional, ni de los telediarios, ni de las confesiones de
inocencia que hace Bretón en el juicio por el supuesto asesinato
de sus propios hijos. España es un país repleto de presuntos culpables. Y
lo peor de todo, eso sí lo reconozco, es que nuestro descreimiento
agrava las terribles consecuencias de este ajuste de cuentas que llaman
crisis y nos sume en la desesperanza y la resignación.
España,
¡ay, Señor!, apenas se acababa de estrenar en los usos democráticos y ya
torna a estar de vuelta. Carece de la conciencia y la capacidad de
respuesta social existente en otras naciones más rodadas en el tema de
las libertades cívicas. ¿Cómo, si no, entender la displicencia del
ministro de Hacienda, el inaudito Montoro, ante ese merdé que ha armado la Agencia Tributaria con las ventas de inmuebles atribuidos a la infanta Cristina?
La gente la flipa. ¿Es el informe del fisco la suprema revelación de un
truco para justificar los ingresos de la hija del Rey? ¿Estamos ante un
error porque alguien o algún chisme electrónico confundieron el DNI de
la dama, cuyo número (el 00000014) resulta ser inconfundible? ¿O se ha
lanzado una cortina de humo, una falsedad obvia, para llenar de
confusión la instrucción del caso Urdangarin? Pero el de Hacienda, oye, como si nada.
En el mundo global, la invasión de la privacidad y el espionaje
político, militar, económico e industrial están a la orden del día. La
corrupción impera. La democracia social retrocede. No puedes confiar en Obama, ni en Putin, ni en Lagarde (la jefa del Fondo Monetario Internacional), ni en Adelson (el de Eurovegas), ni en Botín, ni en el consejero aragonés de Sanidad y Malestar
Social, ni en los policías que le pegaron un tiro al perro ese en
Delicias. Así hemos llegado a no confiar ni en nosotros mismos.
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