Se da por hecho que Podemos ha consumido su vertiginosa etapa de guerra relámpago.
Tras avances inverosímiles y conquistas espectaculares (en términos
relativos), el impulso inicial se ha ido evaporando, y ahora llega el
momento de estabilizarse, de calcular cada movimiento, de reflexionar
sobre el fracaso (también relativo) cosechado en la última batalla, de
cavar trincheras y elaborar estrategias a medio y largo plazo. Porque ni
el poder ni el cielo se toman ya al asalto. Errejón lo ha dicho
muy bien: el nuevo partido precisa consolidar una estructura funcional y
sobre todo ofrecer a los votantes credibilidad y confianza. Ha de
convencer a la gente de su capacidad para actuar coherentemente y
gobernar las instituciones con eficiencia. Esa es la asignatura
pendiente, y ese es el motivo por el cual más de un millón de electores propios
se esfumaron, justo cuando los augurios parecían inmejorables. Que una
cosa es emitir sufragios-protesta (como los destinados antaño a
Izquierda Unida) sabiendo que no pasarán del mero testimonio, y otra
poner a Iglesias de presidente del gobierno y a Garzón de ministro de Economía y Hacienda.
Podemos permanece al margen de la última contienda que agita la hipotética investidura de Rajoy.
El partido, sus confluencia y sus aliados más o menos circunstanciales
han sido reconocidos por los demás actores políticos como enemigos
irreconciliables. El PP les aborrece. El PSOE les ve como peligrosos
competidores. Ciudadanos les envidia. Los nacionalistas les temen...
Todos esperan que fracasen. Y no digamos los poderes fácticos.
Afrontar tal situación así exige habilidad, clarividencia, modestia,
empatía, conocimiento... Más cuando ya no se avanza impetuosamente, sino
que es preciso pisar tierra y hablar de la realidad con personas
reales. Entonces no basta con utilizar las miserias y errores ajenos
como única ventaja. Hay que explicar cómo se pueden resolver los
problemas del conjunto de la ciudadanía (sólo así se ganan las mayorías
necesarias) y hay que equilibrar las críticas al sistema... con el hecho
de tener un cuidador sin contrato ni Seguridad Social. Es otra guerra.
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