Yo de fútbol entiendo lo justo (o sea, bastante) pero nunca comento
lo que sucede en los terrenos de juego. Creo que lo más interesante de
este deporte-espectáculo ocurre en los vestuarios, las salas de prensa,
los despachos, los palcos y los medios. Ahí justamente es donde cabe
contemplar el show del balompié como un reflejo al detalle de otros
procesos sociales, políticos o económicos. Así, el desembarco de Agapito Iglesias en el Zaragoza, arropado por el Marcelinato, asistido por todo un exconsejero de Hacienda de la DGA y bendecido por el establishment,
fue el perfecto símbolo de una época en la que el oficialismo aragonés
compraba autoestima a millón el kilo, la realidad se percibía a través
de gafas ad hoc (como las pelis 3D) y no había roto que no se apañase
recalificando un pedazo de acampo o buscando financiación en las cajas
de ahorro. Agapito llegó envuelto en cánticos triunfales, mientras los
augures del sistema (encabezados por esa tele aragonesa capaz de
contarte una hecatombe con aire optimista) profetizaban que el equipo
era de Champions.
Bueno, aquello fue una risa. Y ahora el
Zaragoza vuelve a ser la imagen a escala de este país nuestro donde nos
vamos acostumbrando a sufrir desengaños, a lidiar con la pobreza, a
tragar lo que nos echan y a consolarnos pensando que aún podría ser peor
(que se lo digan a los empleados de la CAI o incluso a los de Opel).
En estos momentos todos somos como la afición zaragocista. Arrastramos
temporadas miserables, sin gloria, sin brillo, sin un sólo éxito que
celebrar. Algunos entusiastas aprovechan tres partidos ganados
consecutivamente para echar a rodar la fantasía. Sin embargo, la cruda
realidad se impone una y otra vez. Al final, hay que ponerle velas a la
Virgen para que un milagro evite el descenso. Entonces la permanencia es
percibida como un gran triunfo. Patético. Los veteranos recuerdan el
gol de Nayim y suspiran. Agapito trampea la concursal mientras
ficha y desficha a través de extraños fondos de inversión. Los jugadores
van a lo suyo. Esto es lo que hay, dicen los filósofos en los bares.
O sea, España misma.
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