De siempre, el acceso al conocimiento (o a la cultura, que se decía
antes) fue una aspiración fundamental de ese sector del pueblo que
estaba concienciado porque tenía conciencia de lo que era y de lo
que quería ser. Hoy el conocimiento es un factor imprescindible para el
desarrollo político y social. Sin él, los robos a gran escala quedan
impunes, la realidad percibida suplanta a la realidad real (o
sea, la mentira a la verdad) y la vida pierde calidad. Por eso los
poderes fomentan la ignorancia, que ya no es tanto el analfabetismo puro
y duro como esa pseudocultura fundamentada en la burricie, el reallity show,
las verdades preconcebidas y el retorno de los brujos. ¿Cómo si no
tendríamos que soportar las constantes injerencias de la jerarquía
católica, o aguantar los inauditos argumentos de quienes pretenden que
estaremos mejor cuando seamos más pobres y nuestra existencia esté
sometida a mayores carencias?
Sin conocimiento es fácil engañar a
la gente. Lo pueden hacer (y lo han hecho) los banqueros sin
escrúpulos. O el Gobierno, que cambia la Ley de Costas, abre la puerta
al fracking (obtención de hidrocarburos triturando literalmente
la corteza terrestre) y destroza los servicios básicos asegurando que
así ofrece nuevas oportunidades de desarrollo, mejora prestaciones y nos
pone en casa.
El orgullo de los ignorantes es resobado y
potenciado con simplificaciones ideológicas, con espectáculos
televisivos, con el desembarco en la Red de las opiniones y
aseveraciones más demenciales. Muchos de mis colegas, que veían en el
ámbito digital un lugar en el que interactuar con los lectores, se
exasperan al ver los chats y comentarios tomados literalmente por
frikis, trolls e imbéciles que ahogan las opiniones de las personas
sensatas. Administrar una web abierta se ha hecho casi imposible porque
filtrar el tráfico llegado del exterior para normalizarlo consume demasiadas energías. Las tontadas, las mentiras y la agresividad verbal lo devoran todo.
El conocimiento (cuanto más amplio y sofisticado, mejor) es ahora mismo
el quid de la cuestión. Sin su concurso no habrá democracia.
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