Los hechos comprobados, las pruebas de lo obvio, las revelaciones, la
verdad (en una palabra) han dejado de tener importancia. En un mundo
complejo saturado de mensajes y repleto de personas y organizaciones
dispuestos a contar su propia versión de la realidad, muchos no son
capaces de modificar sus convicciones ni frente a las más notorias (y
contrarias) evidencias. Son famosos los sondeos llevados a cabo en USA,
según los cuales amplios sectores de la opinión pública mostraban su
convencimiento de que Sadam Hussein sí había participado
directa y personal en los atentados del 11-S, o seguían pensando que
Irak disponía de armas de destrucción masiva meses y años después de que
las inspecciones tras la invasión de dicho país no hallaran ni rastro
de tales armas.
Por eso hay personas convencidas de que la
economía mejora, pese a los datos que desmienten tal ilusión. O
ciudadanos incapaces de entender los datos estadísticos más elementales
si éstos no coinciden con sus percepciones y creencias. Incluso existen
creadores de opinión (oficio singular sin duda) que acusan de traidores y
amigos de ETA a los policías que más terroristas detuvieron y a los
políticos que, datos en mano, con más eficacia pilotaron Interior (no
por cierto Mayor Oreja, cuya gestión fue desastrosa si nos atenemos a los hechos).
He oído a personas como Dios manda, clamar en su día contra las
escuchas de las conversaciones entre los imputados de la Gürtel y sus
letrados, y muy poco después reaccionar con indiferencia e incluso
regocijo cuando la policía mató a tiros a un ciudadano rumano que era
perseguido por no se sabe qué. ¡Que hubiese obedecido las órdenes de
alto!, decían estos grandes partidarios del Estado de Derecho sin
entender la flagrante contradicción entre ambas actitudes. Y el otro
día, hablando de Gran Scala, un tipo aseguró sin dudar que la quimérica
neociudad no se hizo en los Monegros por culpa de la campaña llevada a
cabo por quienes trabajamos para llevar los casinos a Madrid o
Barcelona. No hubo forma humana de explicarle que las cosas no habían
sido así. Yo, la verdad, ni lo intenté.
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