Es imposible no reparar en que, tras las manifestaciones contra la
violencia machista celebradas hace una semana (especialmente la gran
marcha llevada a cabo en Madrid), el asesinato de mujeres se ha
multiplicado en estos siete días, de tal manera que cualquiera podría
suponer la existencia de una ciega rabia exacerbada por la misma
protesta. Como si entre los malditos amos y verdugos hubiese corrido un
llamamiento al crimen inmediato, una consigna al estilo de las que
proclaman las webs yihadistas cuando convocan al degüello.
El fenómeno resulta de lo más turbador. Los periodistas solemos
debatir entre nosotros y con otros profesionales de la comunicación y la
sociología acerca de los límites que exigen algunas informaciones.
Porque sabemos (yo lo sé por experiencia propia) que ciertos actos,
difundidos por los medios, provocan de inmediato réplicas o imitaciones.
Los suicidios, sin ir más lejos. Aunque siempre asumimos que tampoco es
posible silenciar sucesos de ese tipo si alcanzan la categoría de
fenómeno que trasciende los límites de lo personal para convertirse en
expresión de un problema social o en una lacra que debe ser denunciada
en público y combatida. Por ejemplo cuando la gente empieza a quitarse
la vida tras un despido, un desahucio, una inmersión súbita e inevitable
en la pobreza. O cuando miles de mujeres son victimadas cada año por
sus parejas que las acosan, las menosprecian, las maltratan, las golpean
y las matan. No es fácil, sin embargo, hacerse a la idea de qué es lo
correcto a la hora de convertir ciertos hechos en noticia. O cuál puede
ser el procedimiento adecuado para evitar que tales hechos se repitan
una y otra vez.
La condición humana es así. Oscila entre lo mejor y lo peor. La
solidaridad y el egoismo, la generosidad y los celos, el amor y el odio.
Suponemos que la política y los políticos tienen los medios (y la
obligación) de evitar el mal y fomentar el bien. Pero ese poder y ese
deber son cosa de todos. Y no basta con bajar a la manifestación
convocada. Además es preciso combatir segundo a segundo, día a día,
contra lo peor de nuestra condición.
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