Es un hecho que la película Ocho
apellidos vascos influyó positivamente en la distensión que ha vivido el
País Vasco desde que, derrotada ETA, seducida la llamada izquierda
abertzale por el brillo de los cargos y devuelto el PNV a la lógica de
sus intereses naturales, las cosas se fueron calmando mal que bien.
Cuando los de Bildu pasaron a considerar los escenarios del rodaje una
especie de nuevo patrimonio nacional y la gente empezó a subir en
cinematográfica romería a la ermita de Zumaia, algunos nos quedamos
patidifusos. Pero estas cuestiones, en las que la política se mezcla con
las emociones y el tema identitario, no se ajustan a las reglas de la
razón pura. A base de lugares comunes y de un hábil tratamiento del
neocostumbrismo, la historia del chaval sevillano que se enamora de la
chica guipuzcoana ha hecho que mucha gente que andaba más tiesa que un
palo de escoba acabara riéndose de sí misma. Que es como las personas se
humanizan de verdad y dejan de ser un potencial peligro para el resto
de la especie.
Así que ahora tendremos que dejar actuar a los Ocho apellidos
catalanes. Aunque no está garantizado que esta vez la peli tenga unos
efectos tan balsámicos sobre los nacionalistas (de uno y otro signo) que
andan la greña con el lío de la desconexión. Sea porque el momento está
cargado de tensión, sea porque independentistas y españolistas están
tan subidos a la parra que parecen estatuas de un monumento, el caso es
que muy suelta y graciosa habrá de estar Rosa María Sardá para calmar a
las fieras. Y no lo digo por los de la CUP, que a lo mejor ésos sí que
se ríen. ¡Son los que mejor se lo están pasando con la movida!
Lo cierto es que empecé este artículo dispuesto a dar nuevas
explicaciones a quienes no entienden, tanto en una acera como en la de
enfrente, el obvio procedimiento para resolver estos conflictos de
acuerdo con una Ley de Claridad y los usos democráticos. Pero la
parábola fílmica ha acabado abduciéndome. Cuando abordo el tema de la
puñetera desconexión, unos me dicen españolista y otros separatista. No
me queda pues otra salida que reírme. De mí, por supuesto.
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