El jeque aquél se esfumó como el espejismo que era. El Real Zaragoza, la sociedad anónima deportiva que Agapito arruinó (a medias con los más listos del Marcelinato), es ahora un triste pecio, tumbado en la orilla tras el naufragio. Algunos (esos empresarios
que andan intermediando su venta a no se sabe quién) pretenden
convertir el desastre en un negocio de oportunidad pillado por los
pelos: entrar, dar el pase y llevarse una pasta. No creo que nadie medio
serio entre en semejante jugada. Ni siquiera sé si los audaces comisionistas
lograrán rematarla. Sólo una cosa queda clara en tan demencial
historia, y es que el valor simbólico que pudiera tener ese equipo (el
mayor exponente sin duda del deporte profesional aragonés) ya no existe.
Pasó a la historia hace mucho tiempo. Aquí no caben más emociones ni
sentimientos. Si el fútbol-espectáculo es por encima de todo una parte
del show business manejado por personajes más oscuros que claros, lo del antiguo club cesaraugustano ha desbordado todos lo límites para convertirse en un relato extremo, una caricatura del esperpento.
Que quienes acaben desembarcando en el Zaragoza sean mejicanos,
hongkoneses, berberiscos, piratas, inversores o románticos amantes del
balompié (por decir algo) ha de importarnos un huevo. Que les den.
Agapito Iglesias obtuvo de las instituciones aragonesas (sobre todo del
Gobierno autónomo) una cantidad inconcreta que suma decenas de millones.
Más lo que supuestamente se llevó a base de obras, contratas y
sobrecostes. El fruto de aquel delirio está a la vista. Todavía colean
los avales que van a seguir drenando las arcas públicas por valor de
varios millones más (los mismos millones que faltan para curar a la
gente o mantener el operativo contra los incendios forestales). Pero al
menos semejante experiencia debe servirnos para algo: ni un céntimo más
de dinero público ha de enterrarse en esta evidente mierda. Ni nuevos
estadios ni ayudas ni flores. El que quiera hacer negocio con el pelotón
o el simbolismo que se lo monte como quiera y pueda. Con lo suyo,
claro. Estamos hartos de hacer el primo.
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