El periodista turolense Pepe Gómez Mar había sido director de
Comunicación de Fiat Ibérica. A finales de los Noventa, cuando el
argumentario oficial empezó a proclamar que España iba a superar a
Italia en PIB per cápita (lo que nos convertiría en la séptima potencia
económica a escala mundial), aquel hombre se deshuevaba. "Hombre
--decía--, sobrepasaremos a Italia cuando hagamos ferraris". "O lamborghinis --agregaba yo--, o masseratis...".
Y ahí nos íbamos turnando mientras citábamos ropa de diseño, mafiosos,
aceites de oliva, teóricos postmarxistas, complejos industriales y todo
lo demás. Me acuerdo ahora de aquello cuando escucho a Rajoy y a
sus adláteres afirmar impertérritos (no sé si son tan atrevidos por
ignorantes, por caraduras o por ambas cosas a la vez) que este bendito
país nuestro es un ejemplo para Europa entera y ejerce ya de locomotora
continental. Somos, aseguran, una potencia de la automoción (pero nos
limitamos a montar los coches que otros desarrollan) o en capacidad
exportadora (pero nuestra balanza comercial sigue siendo deficitaria).
Olvidan que aquí han proliferado los circuitos de alta velocidad
(pagados a escote) donde los ases españoles del motociclismo pilotan
máquinas creadas... por los japoneses. Mienten con el más ridículo
desparpajo.
La España postcrisis (¡ah!, ¿pero hubo una crisis?)
regresa a las condiciones de los Sesenta: turismo, mano de obra barata y
emigración. Como en algún momento vivimos a nivel europeo, ahora los
jóvenes que salen fuera a buscarse la vida no son peones semianalfabetos
sino titulados superiores. Por lo demás, estamos de vuelta. Los dos
grandes sindicatos se han verticalizado (daba grima ver a Méndez y a Toxo
presentar sus respetos a don Mariano bien encogidicos). El Gobierno
repite que esto es Jauja (para sus amigos y cómplices sí, desde luego). Y
la opinión pública, desquiciada, oscila entre el miedo y la
indignación. Yo le recomendaría al presidente que no se pase con su
optimismo de cartón piedra. No sea que el personal acabe dominado por la
mala leche. No todo el mundo es tan pragmático como los secretarios
generales de UGT y CCOO.
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