En vísperas del golpe fallido de julio del 36 y la consiguiente
Guerra Civil, las izquierdas españolas se dividían en varios grupos: los
republicanos, las tres tendencias del PSOE y UGT (Besteiro, Prieto y Largo Caballero), las diversas familias anarquistas (desde los sindicalistas puros a los faístas),
el PCE-PSUC, el POUM y varios partidos nacionalistas periféricos al
estilo de la catalana Esquerra. Maniobras unitaristas como la que lideró
Carrillo fusionando las Juventudes Socialistas con las
Comunistas (JSU) o la gran convergencia en torno al Frente Popular nunca
impidieron que cada cual alzara su particular bandera y atizase el
debate incluso en medio de la lucha armada contra los disciplinados
ejércitos de Franco. La discusión sobre si lo prioritario era
hacer la revolución o ganar la guerra sobrevoló una sucesión de
desencuentros, enfrentamientos directos, purgas y traiciones. Cuarenta
años después, en 1976, las mismas izquierdas todavía firmaban sus
llamamientos conjuntos con una abrumadora sopa de siglas apenas
integradas en la Junta o la Plataforma democráticas.
Por lo visto
es ley de vida. Las izquierdas son así y no lo pueden evitar. Se
pelean, se retuercen, rebuscan en los matices teóricos o en los
recovecos de la praxis para detectar la diferencia con el compañero,
critican al camarada con mayor ahínco que a la propia derecha, no se
acomodan... Ni siquiera disimulan frente a su clientela, la cual les
corresponde con un voto mucho más volátil e inquieto que el reclutado
por los conservadores. Porque además el elector progresista también es
por naturaleza más exigente, suspicaz e indisciplinado.
Que, en Podemos, pablistas y errejonistas ventilen sus diferencias en las redes sociales no resulta sorprendente. Sus planteamientos (simplificados en el dar miedo a los poderosos vs. seducir a los que dudan) proponen un debate de mucho interés. También tiene su miga lo que se cuece en el PSOE, donde los barones le preparan a Pedro Sánchez una emboscada en toda regla. Discutir es a la vez un vicio y una virtud de las izquierdas. La derecha suele ser más aburrida.
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