En este país sometido a las reformas conservadoras se da por
sentado que bajar los sueldos es la mejor (¡la única!) manera de mejorar
la competitividad de un modelo económico que nunca llegó a estar al día
y ahora tira como puede. Pero lo cierto es que la productividad ha
bajado, la industria en su conjunto va regular (al menos según los
índices del Instituto Nacional de Estadística) y lo que más se nos luce
es el turismo. Esos contratos de trabajo de los que tanto presume Rajoy
son mayoritariamente de camareros y peones agrícolas. Pues ya me dirán.
Se pagan salarios de ochocientos euros y los dirigentes de la patronal
aún quieren apretar más el garrote. Pero los aviones que montamos se
caen, y con ellos la marca España.
Bajar los sueldos para
sostener un sistema deficiente es una alternativa retrógrada y anómala.
Por eso, trasladarla a la gestión de las instituciones y al conjunto del
sector público me ha parecido siempre un error. Entiendo la intención
ejemplarizante de quienes proponen limitar los ingresos de diputados,
concejales, alcaldes consejeros y presidentes. Sin embargo, el pobrismo
de moda no aporta nada a la lucha contra la corrupción, y al tirar por
el suelo las retribuciones impide implícitamente mantener unas mínimas
exigencias de eficiencia y cualificación. Encima los costes en sí
tampoco descienden, porque el erario paga lo mismo (aunque los cargos a
sueldo se queden con un poquito y cedan el resto a su partido).
España tiene un salario mínimo miserable. Y cada vez son más los
trabajadores (incluso con titulación superior) que apenas cobran un poco
más de esos 648,6 euros. Usar tal situación como baremo para limitar
los emolumentos de quienes deben gestionar asuntos muy complejos resulta
suicida e ideológicamente equívoco. Suponer que estos personajes, a los
que se les ha de exigir un pasado inmaculado, una preparación adecuada y
una gran vocación de servicio público, estarán dispuestos a conformarse
con mil y pico euros mensuales netos está fuera de la realidad... o
forma parte de una realidad indeseable, la de los reformadores ultraliberales.
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