Zaragoza es una ciudad interesante, de tradición europeista, liberal, desmadrada, agradable, ni grande ni pequeña, con una Edad de Plata (1908-1936) francamente brillante... Pero que arrastra el golpe sufrido en la Guerra Civil, cuando miles de sus mejores hijos fueron asesinados en las tapias del cementerio de Torrero o en los descampados de Valdespartera. Pese al tiempo transcurrido, el aliento del franquismo (baturrismo, simpleza, apoliticismo de derechas, aversión a los cambios y atraso conceptual) llega hasta el día de hoy. Los traumas prolongados en el tiempo tienen una huella muy duradera.
Pero yo no quiero hablarles de la Zaragoza que fue sino de la que es. Asombra en el día de hoy contemplar esta ciudad gobernada por un alcalde que es el peor enemigo de sí mismo, que intenta congraciarse con los mismos poderes que lo menosprecian y le hacen la contra, que trabaja rodeado de una nube (ambiente, colaboradores, planteamientos) repleta de factores tóxicos. Nadie negará a Belloch ciertos golpes de acertada intuición, pero eso no es bastante.
En el otro rincón del ring tenemos a un personaje no menos curioso. Eloy Suárez es un político caracterizado por sus obvias limitaciones. Que estuviera a punto de lograr la mayoría absoluta impulsado por la marca PP y el deterioro del rival no resuelve el problema que plantea su absoluta falta de discurso y de estrategia.
Zaragoza avanza pese a todo, como ciudad inmortal que es, encajonada entre alternativas políticas francamente mejorables y agobiada por los reparos y manías de una opinión pública desarraigada durante decenios de las tendencias europeas. Porque ésa es la otra: aquí, en la capital del Ebro, la modernidad se quedó colgada del alero hace setenta y cinco años, y después, salvo los consabidos destellos de los años Setenta y Ochenta o las luminarias del 2008, no ha habido forma de cogerle el tranquillo.
Ejemplo perfecto: la oposición al tranvía y a la bici. Dos modos de transporte que inspiran el futuro de las ciudades europeas (desde Turín a Copenhague, desde Viena a Zurich) aquí son objeto de una enemiga tan absurda como feroz. Hay personas que rabian literalmente al ver cómo otros ciudadanos se desplazan sobre dos ruedas, o que se empeñan en comparar inversiones públicas de escasísimo rendimiento social y alto coste con una plataforma de movilidad urbana que será usada a corto plazo por cien mil vecinos al día. Tengo por cierto que aquel aciago día en que las últimas autoridades franquistas acabaron con el tranvía se extirpó de Cesaraugusta el último residuo de cosmopolitismo. Hasta hoy.
Zaragoza tiene varios problemas que la Expo no resolvió. Sólo el tiempo y la evidencia irán desentrañándolos. Mientras tanto... paciencia.
J. L. Trasobares/El Periódico de Aragón/domingo 10.07.2011
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