Hace sólo cinco años, Aragón rozaba el pleno empleo, la Expo tomaba cuerpo, los grandes proyectos del Gobierno autónomo parecían ir viento en popa, milagros inmobiliarios como el de La Muela llenaban de pasmo a propios y extraños, aumentaba la población (ya se hablaba de una Comunidad de dos millones de habitantes, con un millón en la capital) y tanto instituciones como empresas y particulares se reconciliaban con el hecho de ser aragonés. A esa oleada de optimismo inducido podríamos denominarla la era de la autoestima. Se han acabado, nos decían, los complejos de inferioridad provinciana. Punto final a la sensación de pertenecer a esa España interior irredenta y pobretona que mira con envidia a la rica periferia costera. Olvidemos Paletonia y la Ínsula Barataria. Íbamos como un tiro y la cosa no había hecho sino empezar. Aún quedaban por ganar o realizar más eventos, construcciones, ampliaciones de nuestras pistas de esquí, aeropuertos, plataformas, clusters aeronáuticos, grandes premios automovilísticos y otras inmensas maravillas.
Déjenme que me recree en este espejismo que la crisis ha disuelto sin piedad. Lo hago porque, al poner por delante las quimeras que sustentaron nuestra autoestima, es posible entender el estado de ánimo que embarga hoy a gran parte de la opinión pública aragonesa. Aquellos días de ladrillo, purpurina y realidad percibida han dado paso a un retorno a la desnuda y dura realidad real. Ahora cunde el pesimismo, y da grima hablar con cualquiera pues la nueva inmersión en la tópica depresión aragonesa nos hace correr el riesgo de hundirnos en ella por decenios, sin entender que de ésta únicamente se puede salir con criterio, movilización, creatividad, audacia, ambición, sentido colectivo y visión de futuro. Refugiarnos en el victimismo, girar ciento ochenta grados para pasar de la euforia a la angustia y mirar a los vecinos con envidia y agravio sería desastroso. Hay que aprender de los errores, poner en valor lo que sí se hizo bien y adaptar nuestras estrategias como territorio y como sociedad.
Aragón necesita que sus instituciones y su sociedad civil organizada salgan del shock, analicen la situación con objetividad y determinen a través de un debate abierto y general qué demonios podemos hacer para construir un porvenir razonable. Me dirán ustedes (y con razón) que en estos momentos la Comunidad tiene un gobierno flácido y vagoroso, enredado, para colmo de males, en los más perversos mitos del pasado; o que los gestores de las demás instituciones tampoco son precisamente unos lumbreras. También pueden lamentar la debilidad de las organizaciones y entidades sociales. Pero así y todo es necesario reaccionar y espabilarse. Eso, o aceptarnos como un país de reaccionarios, cazurros, aprovechados y caciques.
J. L. Trasobares/El Periódico de Aragón/domingo 22.01.2012
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