La desaparición y posterior hallazgo del rey Melchor (en su
versión del belén de la plaza del Pilar de Zaragoza) ha provocado en la
edición digital de este diario muchísimas más visitas y comentarios que
el discurso navideño del rey Juan Carlos. Lógico: la extraña sustracción
de la estatua es una de esas chuscas curiosidades que hacen furor en
redes y charlas de café, mientras que la difusa, confusa, y patidifusa
alocución de Su Majestad difícilmente podía interesar a nadie que no
estuviese en la pomada. Cada vez menos españoles prestan atención al
mensaje de La Zarzuela y tengo para mí que en muchas casas el monarca
sale en pantalla y echa su indescifrable homilía sin que nadie le haga
caso, entretenidas las familias en celebrar y darse ánimos (que por
cierto es labor ímproba, porque el Gobierno ya está desalojando de
bondades el 2014 para trasladarlas al 2015).
A Juan Carlos le
escriben unos discursos donde nada está dicho por su nombre, sino
mediante alusiones entre líneas. Luego, el día de Navidad, desde la
propia Zarzuela (qué nombre tan adecuado para el palacio) explican a los
medios el significado real de los abstractos párrafos: este se refería a
la unidad de España, aquel otro a la necesidad de dialogar y ceder (¿Mas ante Rajoy o Rajoy ante Mas?), ese de ahí al caso Urdangarin...
Por supuesto, las fuerzas políticas mayoritarias, atentas a la rutina
anual, tienen sus propios traductores y echan las campanas al vuelo
interpretando cada frase según convenga. Toda la ceremonia resulta tan
consabida y tan poco útil, que la ciudadanía acaba centrando su atención
en el Melchor del belén y en el majadero que lo llevó de aquí para allá
cargando con sus quince kilogramos, que no es moco de pavo.
La
levedad real se da además de bruces con nuestra realidad, con las bromas
pesadas que revelan las investigaciones en Plaza o la auditoría de las
cuentas de TUZSA. Abrumada por las noticias de cada día, la gente oye la
voz monocorde y cansina del Rey (si la oye) mientras se deprime al
constatar cómo le robaron y le roban sin que los discursos oficiales
lleguen a mencionar siquiera la palabra corrupción.
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