He de confesarles que a mí no se me eriza el vello cuando veo ondear
las banderas, sean la española o la aragonesa (aunque que la última me
cae más simpática por algún tipo de reacción subconsciente). En cuanto a
los himnos, del español valoro su brevedad y el hecho de que carezca de
letra, y del aragonés su extravagancia musical y poética. Reconozco que
a veces, cuando se alzan las viejas enseñas, las de mis abuelos y mis
padres, el tremolar rojo y morado me provoca una ligera emoción
melancólica. Pero enseguida se me pasa. No soy nacionalista, lo siento.
En todo caso me ciño a la orden del día ("Piensa en global y actúa en
local") porque mi vida se desarrolla en un ámbito limitado y me siento
comprometido con los intereses que juegan en dicho ámbito. Aragonesista
sí debo ser, porque he mantenido a lo largo de toda mi trayectoria
profesional una fuerte querencia por los asuntos y las reivindicaciones
tierranoblenses. Bien mirado, no concibo que se pueda ser más
aragonesista que yo. Aun podría, si acaso, mudarme el nombre por Chuse
Luis, pero no lo veo (dicho sea con todo el respeto que merece la vieja
lengua de este Reino).
Pese a todo, un artículo que publiqué esta semana bajo el epígrafe El Independiente (que denominación tan sugerente, ¿eh?) provocó que algunos lectores me criticaran, unos por antiespañol y otros por españolista.
O bien se remitieron al argumento de que, siendo la España de hoy una
caca de la vaca, lo mejor sería marcharse, como quieren hacer los
catalanes (veremos cuántos). Esto último prueba cómo el enrocamiento micronacional
es una alternativa sobrevalorada, pues a mi entender, si los catalanes o
nosotros mismos nos hiciésemos independientes, descubriríamos de
inmediato que fuésemos donde fuésemos España vendría con nosotros (y que
me perdone Kavafis por el parafraseo). La derecha, las
izquierdas, las virtudes y los vicios seguirían estando ahí, como
siempre. ¿O cree alguien que CiU, por poner un caso, dejará de ser un
partido conservador y corrupto en cuanto se produzca la separación?
Desconfío tanto del nacionalismo centrífugo como del centrípeto. Ambos me parecen una consecuencia más de la premodernidad
española. El barullo podría resolverse en parte poniéndonos al día con
un Estado federal de verdad, un sistema fiscal ordenado y equitativo,
una organización racional de las administraciones públicas... y un
mecanismo previsto para que si un territorio lo desea pueda decidir su
futuro mediante referendo, con una pregunta clara (como en Quebec y
pronto en Escocia) y la exigencia de mayorías muy cualificadas. Si esto
se hubiera decidido en el 78 nos hubiésemos ahorrado muchos disgustos y
no estaríamos ahora encabronados con la chapuza catalana.
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