Nadie se habrá extrañado, supongo, de que Mario Conde, tras
saquear y hundir un gran banco español, haya sido descubierto reciclando
(por decirlo de alguna manera) los millones que se embolsó entonces. El
hecho de que sus hijos también estén en el ajo no es sino el bonito
detalle que nos sitúa ante otra familia especializada en el trinque
fino, como los De la Rosa o sus amigos los Pujol o los Ruiz Mateos
o tantos otros. Bueno, y tampoco creo que cause algún trastorno el
sucesivo conocimiento de los nombres propios que relucen en los Papeles de Panamá.. Blesa, por ejemplo, o Los Albertos eran a priori fijos en la quiniela. En cuanto al ministro Soria, no acabo de tener muy claro qué hacían él y su hermano entrando y saliendo de sociedades off shore. Pasa lo mismo con Arias Cañete,
alto cargo que presume de ir por la vida más limpio que una patena,
pero cuyo nombre siempre sale a relucir en los aledaños del pringue.
Lo que si venía resultando sorprendente es que el tal Conde se luciera
una y otra vez en extravagantes aventuras electorales y apareciese en
las televisiones (tras su larga estancia en el talego) como comentarista
de la actualidad, hombre de orden, defensor de la ortodoxia financiera y
reputado moralista. Incluso había quienes le defendían y aseguraban que
la intervención y el rescate de Banesto fue una sucia maniobra de los
socialistas para acabar con el bueno de don Mario porque éste se
disponía a disputarle a Felipe González la presidencia del
Gobierno. En fin, siempre hay gente proclive a dejarse seducir por los
estafadores de derechas. Si no, no se explica que tantas personas
metiesen sus ahorros en Nueva Rumasa.
Estamos normalizando el
hecho de que los ricos (con independencia del origen de su fortuna)
apenas paguen impuestos. Asumimos con resignación la imposibilidad de
someterles a las mismas leyes y obligaciones que nos sujetan a los
mindundis. Ayer mismo, nuestro ministro de Justicia en funciones aclaró
que Panamá no es propiamente un paraíso fiscal, sino un país con otra
concepción del fisco. Pero estamos en España, en 2016... y nada debería
sorprendernos.
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