En España la corrupción viene de lejos. Durante siglos, clero y
nobleza robaron muy lindamente al pueblo llano, no pagaron impuestos,
saquearon los tesoros llegados de América, compraron cargos y se dieron
la gran vida bajo la protección de la monarquía absoluta y la Santa
Inquisición. La gente del común se refugiaba entonces en la picaresca,
jugándose una estancia en galeras porque la delincuencia impune era
privilegio de los de arriba. En eso consistía el orden social sostenido
por los alguaciles y los temibles oficios de la religión verdadera. Los
intentos de acabar con esta perversa situación fracasaron. Y así, en
pleno siglo XX, las viejas clases dominantes continuaban subidas a la
peana, con el agregado de una oligarquía financiera e industrial ducha
en todos los chanchullos destinados a sobornar políticos, manipular la
Bolsa, obtener ventajas económicas, defraudar al fisco y descargar las
peores obligaciones sobre la ciudadanía de a pie.
Franco fue la síntesis última y definitiva de una
tradición apuntalada sobre el despotismo y la corrupción. Al fin y al
cabo era un militar africanista, y el ejército destinado en el
Protectorado había sido un sumidero de mandos incapaces y oficiales
tronados (salvo las excepciones de rigor). Se robaban los pertrechos, se
traficaba con las armas (que acababan en manos de la guerrilla rifeña),
se falseaban las plantillas. Hubo casos famosos como el del millón de Larache. De ese caldo de cultivo emergieron en el 36 los salvadores de España. El franquismo se asentó así sobre el estraperlo, los cupos de importación, las oposiciones patrióticas, los chanchullos, los pelotazos inmobiliarios... o el tráfico de recién nacidos. Nunca pasaba nada. Nada se sabía. El Lute, un delincuente común analfabeto, era el enemigo público número uno. Los comunistas morían torturados en las comisarías.
La democracia no ha sabido cortar en seco esta sucia tradición. Y el
resultado está a la vista. Pero hemos avanzado mucho. La ciudadanía sabe
lo que está ocurriendo, tiene muchos más recursos para oponerse a los
canallas y, con el voto en la mano, está en condiciones de acabar con
ellos.
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