A Juan Alberto Belloch le han hecho bueno sus
detractores. Desde los reaccionarios correveydiles, que han propalado
los mayores disparates sobre el alcalde de Zaragoza y su esposa, hasta
el portavoz de la oposición conservadora en el Ayuntamiento, Eloy Suárez,
pasando por los aquejados de fobias antitranvía, antibici o
antipeatonalización... todos le han criticado de manera superficial y
zafia, sin ser capaces de profundizar en una gestión que se va a
prolongar durante tres mandatos (doce años) y que está llena de matices.
La obra de Belloch (y de sus sucesivos equipos, asesores y
coaligados) apenas ha sido analizada a fondo, al margen de los lugares
comunes negativos o positivos. A simple vista, se podría pensar que el
regidor cesaraugustano ha pasado más de una década intentando imponer
medidas modernizadoras a un vecindario, parte del cual no es capaz de
entender los aspectos más elementales del urbanismo actual. Algo hay de
eso. Pero la cosa es bastante más complicada.
A Belloch
quien más la ha perjudicado ha sido... Belloch. Empeñado en ir a su
aire, obcecado, rodeado de una corte celestial más adepta que
competente, de ideas dispersas, presa de súbitos entusiasmos y de manías
obsesivas, inestable, políticamente indefinible... el alcalde que se
empeñó en colocar un crucifijo a la cabecera de los plenos, rogó a Dios
que no le obligara a tener que pactar con las izquierdas y ha acabado
sosteniendo con estas una especie de coalición vergonzante (para CHA e
IU) y sin duda incómoda (para él). Por lo visto, el Altísimo no se
enteró de sus ruegos. Mala suerte.
¿Ha sido un alcalde
bueno, malo o regular? Difícil pregunta. Zaragoza lleva muchos decenios
sin disfrutar de un buen alcalde. En los últimos 80 años (tras la Guerra
Civil), la ciudad sobrevive (es inmortal) a sus gobernantes. Por la
casa consistorial han pasado regidores, previsibles, mediocres o tan quietistas como Rudi, que se limitó a no hacer nada y así a nadie molestó.
Belloch quiso hacer muchas cosas. Y las hizo. La Expo, su gran momento,
partió de una idea que solo podía ser buena si se era consciente de que
el formato habitual de los grandes certámenes estaba agotado y era
preciso reinventarlo. Pero en Ranillas no hubo reinvención alguna. A
partir de ahí, el alcalde, aferrado al eventismo como a un clavo
ardiendo, se encontró con la crisis, mientras la Zaragoza más obtusa se
le tiraba a la yugular. Solo faltó el tranvía.
Así,
Belloch ha pasado la segunda parte de su vida política metido en una
relación tormentosa y extraña con una ciudad de la que nunca fue vecino,
a cuya transformación ha contribuido de forma notable, que le amó y le
rechazó y que deja cambiadita, bastante arreglada... y endeudada hasta
las cejas.
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