Los viajeros que vuelven de México cuentan cómo aquel país permanece sumido en un perpetuo baño de sangre (acaban de descubrirse las fosas comunes donde policías de Iguala, en Guerrero, quemaron y enterraron a decenas de estudiantes de Magisterio). Pero describen también, con notable espantoso, la progresiva insensibilización de aquella opinión pública, que recibe las noticias más horribles con un aparente fatalismo fruto del hastío, el miedo y la impotencia. Ya se sabe: a todo se acostumbra uno, incluso a lo peor. España, por suerte, no tiene que hacer frente a ninguna forma de guerra híbrida de baja o media intensidad (aquí, la obvia presencia del crimen organizado aún es bastante discreta); sin embargo, fenómenos tan perturbadores como la corrupción (en la política, en las actividades económicas o en el deporte profesional) han generado entre nosotros enorme tolerancia. No se trata solo de que la gente trague con las sinvergonzonerías que conoce a diario (aunque no han faltado casos de evidente complicidad social); me refiero más bien a esa forzada resignación a la mexicana. Sencillamente, la ciudadanía se inhibe mientras maldice para sus adentros.
La revelación del millonario mamoneo (tarjetas black)
que se trajeron entre manos directivos y consejeros de Caja Madrid nos
ha cogido con la conciencia encallecida. ¿Debería impresionarnos que
entre los implicados esté el último jefe de gabinete de Hacienda? ¿Y el
exministro socialista?, ¿y el jefe de la patronal madrileña?, ¿y Benito, el de Comisiones? ¿Tendría que impactarnos en diferido recordar que el breve encarcelamiento de Blesa, el banquero del PP, acabó con el procesamiento... del juez (un majara, claro) que se atrevió a ordenar tal medida? A estas alturas, casi que no.
Nuestro
lindano, el contagio por Ébola de la enfermera que cuidó al misionero,
la compra-venta de partidos de fútbol, el cleptopujolismo, los mil y
pico millones que nos costará el fiasco de los depósitos naturales
de gas en el Mediterráneo (Castor)... Todo cae sobre nosotros como una
sucia y espesa lluvia. Y ya ni nos molestamos en abrir los paraguas.
Para qué.
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