Trinar contra la superposición de administraciones es un
desahogo recurrente. Tiene cierto éxito porque aún hay personas
convencidas de que la culpa de esta ruina actual la tienen los sueldos
de los políticos, la inoperancia del sector público y otros fantasmas
similares agitados por los ultraliberales. Como si el rescate bancario,
la desregulación económica y el atraco a las clases populares y medias
no tuvieran nada que ver con la que está cayendo. El caso es que, una y
otra vez, se oyen discursos que exigen la desaparición de las
diputaciones provinciales, la disolución de las comarcas, la regresión
autonómica y un retorno al centralismo que, dicen, permitirá ahorrar no
se sabe cuánto. En apoyo de tal análisis, demasiados cargos públicos
llenan las instituciones que gobiernan de parientes y correligionarios,
despilfarran el dinero del común e incluso, a veces, lo roban. Pero este
es un problema colateral (y distinto) al que nos plantea el prolijo
entramado administrativo vigente en nuestro país. Porque si hay mamoneo,
lo habrá igual (como ya lo hubo antes del 78) en un régimen
centralizado. Y, ojo, Francia es celebrada como paradigma de Estado
vertical y unitario... aunque tiene más funcionarios por cada mil
habitantes que la taifal España.
La
superposición de un nivel administrativo central, otro autonómico, otro
provincial, otro comarcal y otro municipal (con las instituciones
europeas sobrevolándolo todo) es, quizás, demasiado. Pero habría que
estudiar muy bien cualquier reorganización futura. Por una parte, parece
imprescindible avanzar hacia modelos federales en lo que se refiere a
la estructura del Estado; por otra, la despoblación y la crisis
específica de la España interior exigen disponer de instrumentos
para que muchos pueblos no queden olvidados y sin recursos. En Aragón,
esta última cuestión es crucial (y bien mirado, también la primera).
Hace falta regenerar de verdad la política y dar una nueva dimensión a
la función pública. Sin vocación, entrega, convicción, principios,
honestidad y eficiencia, seguiremos como estamos por los siglos de los
siglos. Recentralizar no es más que una palabra, como lo puede ser independencia en la Cataluña del pujolismo. La cuestión es otra.
El sector público puede y debe ser eficiente y ajustado en su gasto,
puede captar a los mejores profesionales, puede promover la
investigación y el desarrollo, puede funcionar mejor que cualquier
empresa privada... Por idéntica razón, el armazón institucional del
Estado puede funcionar de manera descentralizada, con transparencia y
con capacidad para igualar en derechos y servicios a toda la ciudadanía.
Siempre, claro, que sea servido por personas consecuentes y controlado
democráticamente. Ésa es la cuestión.
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