El debate fue interesante. Y tuvo nivel. No resultaba fácil, al
apagarse los focos, señalar un ganador. Los representantes de los
partidos nuevos estuvieron a la altura, pero los de los viejos
demostraron que aún tienen fuelle, tablas y argumentario. Novedades,
ninguna. Aquí está todo el pescado vendido. Por encima de todo, la
televisión demostró ser el mejor escaparate, un escenario obligado. Casi
definitivo.
La tele es la tribuna. Es el Jeu de Paume parisino, la esquina de los speakers
en Londres, el estribo de un vagón de tren en la Estación de Finlandia
en Petrogrado, un escenario o una simple tarima donde se yergue el
orador para encandilar a la audiencia... El liderazgo y los votos se
ganan ahora en los platós, y tal circunstancia no parece en lo esencial
tan diferente de aquellas otras. Se convence con las ideas, pero también
con la palabra y con el lenguaje corporal, con la oratoria y el gesto.
Por eso ayer había tanta expectación en torno al debate organizado por
Atresmedia, ese debate al que Rajoy no quiso ir y fue sustituido por su vice,
quien defendió con resolución (quizás un tanto envarada) a su jefe y al
Gobierno que ambos han codirigido. Muy seguro tiene que estar el actual
presidente o muy pagado de su propia importancia para ausentarse así en
una campaña tan inequívocamente kennedyana.
Los
argumentos respectivos están ya muy trillados. Vivimos una campaña que
no es sino la llegada a meta tras un maratón político prolongado durante
año y medio. Todos han dicho hace tiempo lo que tenían que decir. Por
eso en la noche de ayer no se oyó nada que rompiera los esquemas
previos. Sáenz de Santamaría jugó contra todos, con alguna ocasional
muestra de comprensión por parte de Rivera, quien tampoco se privó de
criticar con dureza al PP, y los ataques, educados siempre, de Sánchez e
Iglesias, los cuales mantenían a la vez su propio y particular pulso.
Se notó que PSOE y Podemos, como PP y Ciudadanos, se disputan similares
espacios electorales.
Ciudadanos y Podemos reclaman,
respectivamente, un retorno al momento más diáfano de la Transición o un
reseteo total de la misma. El PP aspira a mantener la situación,
llevándola, reforma a reforma, hacia modelos ultraliberales. El PSOE
intenta combinar el clasicismo socialdemócrata con algún tipo de renovación. Viejos y nuevos
partidos contraponen el valor de la experiencia a la garantía de llegar
a la política limpios de polvo y paja. El partido del Gobierno vende recuperación;
los demás la ponen en tela de juicio. Nadie ignora (aunque en el PP no
quieran hablar de ello) que en 2016 el Eurogrupo exigirá nuevos ajustes,
mayor desregulación del mercado laboral y una reorganización (a la
baja) de las pensiones, porque con contratos basura y sueldos inferiores
a mil euros mensuales el actual sistema es insostenible (se lo dijeron
ayer a Soraya, tanto Iglesias como Sánchez). De hecho, los
desequilibrios financieros (el Estado español debe ya un billón de
euros, y sólo las intervenciones favorables del Banco Central
Europeo permiten sostener semejante deuda), al igual que otros asuntos
de los que ayer se habló más de pasada: la lucha contra el terrorismo
yihadista, el modelo territorial o la cuestión medioambiental están ahí,
esperando sin más a que pase Reyes. Y ojo con la corrupción.
Deslizándose por el submundo de los sótanos económicos corren ahora
mismo reptiles muy gordos: la leve multa a Iberdrola por forrarse
manipulando las tarifas, el derrumbamiento de Abengoa, la escandalosa
sustitución del despilfarrador presidente de Indra (empresa en la que el
Estado es accionista de referencia) pasan casi desapercibidas, pero
evidencian que en este país no ha desaparecido la impunidad.
Sólo cabían y caben debates a cuatro.
Como mínimo, porque Garzón y Herzog también tendrían mucho que decir.
El cara a cara Rajoy-Sánchez que montará Televisión Española no podrá
reflejar la realidad española.
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