Ha sido, al parecer, una campaña barata, en la que ninguna fuerza
política ha hecho demasiados alardes publicitarios. Tampoco han abundado
los grandes mítines. Ninguno de los celebrados ha superado los diez mil
asistentes. Adiós a los llenos hasta la bandera en las plazas de toros.
Sorprendente el modestísimo arrastre de Mariano Rajoy, muy por detrás, en lo que a capacidad de convocatoria se refiere, de Pablo Iglesias,
el más jaleado por sus simpatizantes, que se han movilizado por miles
en las principales ciudades. Aunque, claro, llenar pabellones de
deportes ya no es la clave: la televisión, los debates, las entrevistas,
los spots y el tráfico de mensajes en las redes sociales se
han convertido en un escenario transmedia, en el cual se han ventilado
las diferencias entre candidaturas, se ha intentado convencer a los
numerosos (¿o no tantos?) indecisos y se han expuesto los respectivos
argumentarios.
¿Programas? Todos han presumido de tener el mejor. Ninguno ha
explicitado gran cosa el suyo. Los mensajes de los candidatos, desde el
mismísimo Rajoy hasta Alberto Garzón, último abanderado
de la izquierda-izquierda, han sido escuetos, muy básicos, muy
repetidos, muy genéricos... con notoria carga emotiva. Lo mismo que los
lemas de campaña, perfectamente intercambiables entre sí. El PP ha
vendido experiencia, estabilidad, empleo y unidad nacional. El PSOE, su
utilidad como único partido capaz de vencer a la derecha y defender los
derechos sociales. Podemos, una transformación destinada a recuperar la
soberanía popular y poner coto a la corrupción. Ciudadanos, la
recuperación de los grandes consensos en un nuevo clima de ilusión y
transparencia. Unidad Popular-IU, la coherencia de una trayectoria y un
programa sin concesiones a la corrección política. UPD, una propuesta
razonable, honesta, centrada y sin contaminar por intereses ajenos. Y
para comunicar esas ofertas cada cual ha llevado a sus altavoces la
convicción de tener la victoria al alcance de la mano, o la sinceridad
fundamental de quien ha sido desprovisto de medios para lograr con
facilidad dicha victoria... o la implícita advertencia de que votar a
otros podría comportar algún tipo de riesgo (económico, se entiende).
En el tintero se han quedado cuestiones muy importantes. Esta
campaña, que se ha celebrado en paralelo a la Cumbre del Clima en París,
prácticamente no ha contenido alusiones al problema del calentamiento
global ni a las cuestiones medioambientales. Casi no se ha hablado del
drama de los refugiados ni, en general, de política internacional...
Pero lo más asombroso ha sido cómo el encaje territorial de España y el
desafío soberanista en Cataluña ha quedado relegado a un segundo plano,
salvo en el caso de Podemos, que ha convertido a la alcaldesa de
Barcelona, Ada Colau, en una de sus estrellas (aun no siendo candidata) y
ha escenificado con ella y con la oferta de un referéndum algún tipo de
reconciliación o de reunión de la España central y la periférica. PP y
PSOE han soslayado el tema (por ejemplo en el cara a cara entre Rajoy y
Pedro Sánchez), quizás porque, al mismo tiempo, el independentismo
catalán ha ido quedándose, aparentemente, sin fuelle.
Al final, las encuestas y los posibles pactos han conformado en
perfecta interacción el gran meollo de la campaña. Por una razón obvia.
Es seguro que no habrá mayorías absolutas. Luego los acuerdos serán
imprescindibles desde el primer minuto. ¿Que acuerdos? Ésa es la
cuestión. La opinión pública ha entendido que al final habrán de
imponerse los ejes tradicionales: derecha-centroderecha (PP-Ciudadanos)
de una parte, e izquierda-centroizquierda (PSOE-Podemos) de otra. Pero
si los resultados no cuadran sumas mayoritarias, la situación podría
complicarse mucho. Por su parte, algunos candidatos han establecido al
respecto compromisos de muy difícil cumplimiento. Dijeran lo que dijesen
a lo largo de estos días, todo queda abierto y bien abierto. Como
nunca.
Un último guiño del cronista. Es muy posible que esta noche
periodistas y tertulianos maticen alguna victoria electoral con el
adjetivo pírrica. Un antiguo cliché. En el 280 antes de Cristo, Pirro,
rey del Épiro, cruzó el Adriático hasta Italia para ayudar a sus aliados
de Tarento contra la Roma republicana. Con una enorme falange formada
por veinte mil hoplitas, la caballería y un escuadrón de elefantes de
guerra venció por dos veces a las legiones. Pero sufrió tantas bajas que
cada vez gritaba sobre el campo de batalla: "¡Otra victoria como ésta y
me quedaré sin ejército!". Tuvo que retirarse. La legión romana era más
flexible y operativa que la pesada falange macedonia. Emergía una nueva
potencia. Después, nada fue igual. O casi.
JLT 20/12/2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario