Si Trump lleva camino de ganar las primarias del
Partido Republicano y convertirse en aspirante oficial a la presidencia
de Estados Unidos, la figura de Esperanza Aguirre no
debería impresionarnos lo más mínimo. En realidad, las alabanzas que le
están dedicando los suyos (que son muchos, porque el llamado
neoconservadurismo sigue funcionando como pensamiento único) deberían
ser tomadas como lo que son: un chiste. Malo, pero que funciona como
disparate superlativo. A la que fuera superjefa madrileña la llaman
ahora cañí y desenfadada, pero su estilo ha ido
definiéndose más bien por ese descaro inculto, mentiroso y delirante que
encaja tan bien con las entendederas de sus propios seguidores. Aguirre
es una aristócrata tronada que razona como una poligonera de armas
tomar. De ahí su éxito. Bueno... sin olvidar que tras ella y junto a
ella se movía una extraña Corte de los Milagros, capaz de obrar
prodigios como aquel tamayazo que convirtió en victoria su
derrota electoral y la encumbró por arte de birbibirloque a los mejores y
mayores destinos políticos de Madrid.
Doña Esperanza ha dimitido (de lo uno, no de lo otro) y es la segunda
vez que evacua el campo con tiempo, para no verse allí cuando arrecie
el tiroteo. Ya dejó la presidencia de la Comunidad de Madrid antes de la
Púnica y la detención de su amigo Granados.
Cabe suponer que ahora quiere poner tierra por medio, a la vista de que
la Policía busca pruebas de la financiación irregular del PP capitalino y
sigue otros rastros. Como Barberá en Valencia, Aguirre
finge haber sido una buena mujer rodeada de sinvergüenzas por los
cuatro costados. Las dos exalcaldesas se trabajaron con notable éxito un
populismo clásicamente reaccionario, que ellas pintaban de purpurina y
vestían de falso oropel, mantón de Manila y bolsos de Vuitton y Loewe. Han sido como una versión femenina y más recatada (supongo) del mediterráneo Berlusconi, un trasunto hispano del demencial Trump. La derecha se pone mustia (véase a Rajoy), pero sus más disparatadas vedettes siguen ahí, dando que hablar. Ana Botella también quiso... pero no supo.
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