La rencorosa bicifobia que moviliza a no pocas personas,
enfurecidas por el supuesto desafío de las frágiles bicicletas a los
poderosos automóviles, ha llegado a su particular catarsis estos días de
trágicas muertes y atropellos de ciclistas. Incluso quienes hace bien
poco tendían a justificar la siembra de tachuelas en los arcenes
de la antigua nacional Zaragoza-Teruel, a la altura de María, han
callado ante la brutalidad de lo sucedido el domingo en Botorrita y lo
de ayer en Huesca (donde un camión golpeó a mi colega José María Pardina,
que se encuentra en estado grave). A su vez, quienes pedaleamos de vez
en cuando por los arcenes de las carreteras secundarias o supuestamente pacificadas
nos hemos llenado de justa indignación. Solo faltó que la jueza dejara
en libertad con cargos al desgraciado que conducía borracho (ya había
protagonizado otro accidente ese mismo día) cuando aplastó a sus dos
víctimas.
Algunos conductores (no todos, por fortuna) están convencidos de que
los ciclistas deben esfumarse ante la presencia de sus coches,
furgonetas o camiones. Desconocen el Código de Circulación, así que no
aminoran la velocidad al adelantar, pasan muy cerca de quienes pedalean,
tocan el claxon impacientes... Por alguna extraña razón, y a diferencia
de lo que ocurre en cualquier otro país europeo, aquí existe un rechazo
a los velocípedos que a veces raya en puro odio. Los obsesivos
adoradores del dios automóvil están todo el día echando pestes contra
cualquier cosa que pretenda coexistir en vías urbanas y carreteras con
sus vehículos a motor. De las bicicletas y sus carriles propios (cuya
construcción siempre provoca polémicas en redes y chats), la fobia se ha
extendido, en Zaragoza, al tranvía, objeto de un rechazo inexplicable.
A la entrada de Botorrita, justo cuando arranca el repecho que sube
hasta el pueblo desde la carretera nacional, un cartel advierte de que
la ruta es usada por los ciclistas sábados y domingos, y los coches
deben limitar su velocidad. A los dos deportistas arrollados el domingo
tal regulación no les sirvió de nada. El avergonzado silencio de los bicífobos, tampoco.
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