Habiendo sido España un país católico (tanto si querías como si no),
la constante obsesión por el pecado y el remordimiento ha grabado a
fuego el concepto de culpa en nuestro subconsciente colectivo. A fuego,
sí: las llamas del infierno, las de los autos de fe, las de las bombas
de fósforo arrojadas por los aviones alemanes e italianos sobre Guernika
o Alcañiz... Será por eso, por la ausencia de una terapia que nos
sacase de nuestras fobias a golpe de memoria y laicismo, que aquí nos
pasamos días, meses y años debatiendo sobre quién es el culpable de lo
que nos sucede o pueda sucedernos.
¿Tiene la culpa Pedro Sánchez
de que sus compañeros hayan tenido que tumbarle antes de que culminase
una supuesta alianza con podemistas e independentistas? ¿O son Susana
Díaz, los barones y las viejas glorias del partido quienes cargan con el
pecado mortal de haber hundido al PSOE en un inútil y demencial
ejercicio de poder?
¿Ha sido culpable el mismo Sánchez de que, al
final, no se pudiera armar un Gobierno del cambio, tras aquel enlace
histórico pero absurdo con Ciudadanos? ¿O fue Pablo Iglesias, con su
soberbia y su frivolidad táctica, quien lo impidió al negarle al
proyecto PSOE-C’s la abstención que le hubiera dado vía libre?
¿Quién
tiene la culpa del bloqueo? ¿Quién es culpable de la deuda pública, que
crece sin parar? ¿Dónde radica la responsabilidad última del demencial
proceso que se desarrolla en Cataluña? ¿Ha traicionado Javier Lambán la
voluntad de los militantes socialistas aragoneses? ¿Es Susana Sumelzo
una nueva Agustina de Aragón, o la hija del constructor amigo de Lambán
deslumbrada luego por los brillos y promesas del Ferraz sanchista?
¿Tiene
la culpa Pedro Santisteve, o Carlos Pérez Anadón? ¿Iglesias el
asusta-oligarcas, o el transversal Íñigo Errejón? ¿El asturiano Javier
Fernández, o el catalán Miguel Iceta?
En cambio, Mariano Rajoy
está saliendo de la ordalía limpio de polvo y paja. El pecado le roza
siempre sin contaminarle. Pero aunque así fuera, se arrepiente... ¡y
listo!.
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