Confieso que la muerte de Castro me ha dejado indiferente. No creo
que el siglo XX y la mismísima Edad Contemporánea estuviesen esperando
el deceso del exrevolucionario y dictador jubilado para hacer mutis por
el foro de la Historia. Fidel se ha ido tan empequeñecido por el paso
del tiempo como su propio cuerpo, autoconsumido en una terca y
nostálgica senectud. Tras la caída del comunismo soviético, el control
de las Rusias por los burócratas y jefes del KGB, la inmersión de China
en un capitalismo de estado dirigido por los sucesores de Lin Piao y la
patética conversión de las izquierdas latinamericanas al populismo
bolivariano, los nuevos paradigmas globales ignoran más que rechazan al
decrépito fantasma rojo. La noticia del fin de semana no saltó en La
Habana sino en París: acabadas las primarias de la derecha, queda claro
que los franceses deberán elegir a su futuro presidente sin más opción
que Fillon, un reaccionario ultraliberal, y Le Pen, una demagoga
neofascista. Respiramos viejo y nuevo conservadurismo. Solo se ha
salvado del naufragio Ernesto Guevara, argentino y cubano, que al menos
se hizo matar en la guerrilla y pudo exhibir fotogenia siendo ya un
hermoso y evocador cadáver.
A escala planetaria y en cada país, la
derecha (en todas sus acepciones) se mantiene a la ofensiva. En España,
la muerte de Rita Barberá ha dado paso a una insolente e insultante
campaña destinada a convertir en virtud cívica y económica la corrupción
de altos vuelos. El PP y sus terminales mediáticas han planteado, sin
más remilgos ni complejos, un argumentario que subordina la
responsabilidad política de los presuntos a la decisión del electorado
(¡qué seguros están de su hegemonía cultural!), y en las tertulias se
oyen cosas inauditas convirtiendo a la exalcaldesa de Valencia en
símbolo y heroína, en pionera y mártir. Cuán audaz y potente queda ese
descaro, comparado con los tétricos actos fúnebres interpretados por los
admiradores de Fidel (en Zaragoza, 200).
Por si acaso, les acompaño en el sentimiento. A todos.
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