El otro día confundí la vieja EGB con la nueva Primaria, que no es
tan nueva porque yo ya la cursé hace muchísimos años. Pero como las
denominaciones de los diversos estudios van yendo y viniendo sin que se
sepa muy bien cuál es la causa y fundamento del trasiego, todo el mundo
disimuló mi yerro y entendió perfectamente el sentido de mi
argumentación. EGB, Primaria... qué más da.
Así que el Gobierno, con esa alegría que se les nota últimamente a Rajoy y los suyos, ha dicho que vale, que quita las revalidas. Se
había hecho evidente que pelear por un examen de más o de menos carecía
de sentido. La clave, desde el punto de vista conservador, está más bien
en ir bajándole la asignación y la moral a la escuela pública, sostener
e impulsar la concertada e ir vendiéndole a la ciudadanía el cheque
escolar, para que cada cual haga lo que quiera... siempre que tenga
pasta, claro. Porque con el citado cheque sólo se podrá ir a centros de
batalla, y para acceder a los más prestigiosos habrá que complementarlo
con otros pagos por cuenta de los aplicados papás.
A estas alturas, la educación en España no depende tanto de las
revalidas ni de los horarios como de la manera de concebir la formación
de niños y jóvenes. Por una parte hay que determinar de una vez cuál es
la titularidad esencial del sistema en su versión igualitaria, ya que la
actual combinación de lo público y lo privado concertado resulta
equívoca. Por otra, se hace imprescindible definir el tema del nivel y
la exigencia, porque muchos padres y no pocos profes se han apuntado a
esa especie de facilismo que rechaza el esfuerzo, la memoria, los
deberes y la competencia. Esto último casi me parece lo más urgente,
pues se está formando en la blandenguería a unas generaciones cuyo
destino es enfrentarse a un mundo complejo, duro y cada vez más cabrón.
Esas/os pobres muchachitas/os de las clases medias, mal instruidos,
aislados de toda frustración, ignorantes de la realidad y moldeados por
la tele y los videojuegos, acabarán siendo carne de cañón. Con o sin
reválidas.
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