Desde que el sindicato CGT advirtió que en Zaragoza podrían dejarse
de concertar 41 aulas de 1º de EGB, porque sobran plazas públicas, la
polémica al respecto se ha cronificado. El dato (suficientemente
fundamentado) ha causado alarma en los centros privados sujetos a
convenio con el Departamento de Educación del Gobierno aragonés. Desde
aquel ámbito se argumenta con vehemencia que la elección de centro es un
derecho inalienable (constitucional) de las familias, un requisito
democrático. Y sin embargo...
A priori, cabe suponer que el
derecho a la educación se fundamenta en la oferta cien por cien pública,
y que el concierto con centros privados tenía una naturaleza
subsidaria. O sea, que los convenios solo han venido a tapar huecos allí
donde la Administración se quedaba corta. Cuestión de números. Lo del
derecho de los padres a que sus hijas e hijos reciban una enseñanza a la
carta es muy relativo. En primer lugar porque las particulares
aspiraciones de cada familia obligarían a multiplicar las opciones
(colegios religiosos, laicos, de unas y otras religiones, de uno u otro
ideario o método pedagógico...). En segundo porque los habitantes de
localidades medias y pequeñas carecen de alternativa: allí solo hay...
lo que hay.
Que el Gobierno autónomo pague plazas escolares en
centros privados mientras cierra o infrautiliza sus propias
instalaciones y reduce los recursos destinados a ellas resulta bastante
anormal. Acaba minando el más primigenio derecho a la educación (o sea, a
recibir conocimientos y aprender valores comunes e incontrovertibles) y
entra en contradicción con esa exigencia, tan en boga y tan lógica, que
reclama de las instituciones poner fin al gasto duplicado.
Los
conciertos son una fórmula excepcional y deberían tender a su extinción,
conforme la demanda escolar pueda ser atendida por la red pública. Esta
es, de hecho, la única opción de miles de criaturas. Pero necesita más
profesores, más medios y mejor cobertura en el espacio rural. Así de
simple.
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