Ha comenzado oficialmente una campaña que en realidad se viene prolongando desde no se sabe cuándo. Las autonómicas y municipales de mayo no fueron sino el prólogo de este 20-N. El debate político (sobre la España plural, el terrorismo, el paro, ¡la crisis!) lleva meses y aun años de toma y daca. A estas alturas, ¿qué novedades podrán sacarse de la manga los candidatos? Y en cualquier caso, ¿cómo influirán los argumentos, la publicidad o los mítines en la voluntad de los acongojados electores?
Aquí no hay ya misterio alguno. Mariano Rajoy sabe que va a ganar, como Alfredo Pérez Rubalcaba sabe que va a perder. El primero maneja con cuidado las motivaciones de su previsible victoria para que ésta sea contundente, absoluta. El segundo intenta recuperar terreno para dulcificar su derrota. Es cuestión de matices. Aunque, bien mirado, en estas elecciones lo importante van a ser los matices: ¿tendrá el PP mayoría absoluta?, ¿será Amaiur (Bildu) la fuerza más votada en el País Vasco?, ¿enganchará IU los sufragios que pierda el PSOE por la izquierda?, ¿conseguirán UPyD o Equo el grupo parlamentario que ansían?, ¿se pondrán las cosas tan feas que será preciso ir a un gobierno de concentración como propone y desea CiU?
EL PARO QUE NO CESA A Rubalcaba le amargaron el día los datos sobre paro correspondientes al mes de octubre. Ciento treinta y cuatro mil desempleados más. "Esto es insoportable", dijo inmediatamente Rajoy. Claro, por ahí se hunden las expectativas socialistas. El presidente del Congreso, José Bono, animaba a los suyos asegurando con piadosas palabras que la procesión no acaba "hasta que no pasa el último santo". Queda margen, repiten como un mantra en Ferraz. Pero ningún dirigente o cuadro del PSOE se llama a engaño. Por si acaso, Elena Valenciano, mano derecha de Rubalcaba en esta campaña, fijó posiciones (adelantándose al bajón electoral, se supone) al afirmar que su jefe seguirá al frente del partido "pase lo que pase el 20-N". No tomará las de Villadiego como hizo Joaquín Almunia en 1996.
Veremos, porque lo dicho en campaña tiene un valor relativo. Los programas se han convertido en una especie de textos herméticos cuya lectura habría de hacerse con un diccionario de eufemismos. En lo que más preocupa a la opinión pública, la crisis, Rubalcaba ofrece medidas para incrementar los ingresos del Estado y reactivar la economía, Rajoy propone austeridad estricta y rebajas fiscales. Pero el problema no radica en elegir entre ambas opciones, sino en asumir lo que ningún candidato dice: que España carece de soberanía económica. No controla su moneda. No dispone de un banco central propio. No puede tomar medidas unilaterales. Estamos atados al carro que guía la cancillera Merkel. Por lo demás, es mucho más razonable el análisis de Rubalcaba que el de Rajoy. Pero el socialista está marcado por su pertenencia a un gobierno al que le estalló la bomba del paro en las manos y que se ha mostrado incapaz de revertir la situación.
El 20-N se votará más que nunca a golpe de sensación, de intuición, incluso de desesperación. Si el PSOE quiere impedir que el PP sobrepase el límite de la mayoría absoluta sólo tiene una última baza de peso: el cara a cara del lunes. Pero Rajoy sabe que para superar ese debate a dos le basta con aferrarse a sus lugares comunes y exhibir los tenebrosos datos que definen la actualidad. Rubalcaba ha sido un buen ministro de Interior. Bajo su mandato ETA ha sido barrida, la gestión de las prisiones ha mejorado de manera notable, el número de muertos en accidentes de tráfico ha descendido de forma espectacular... Mas ahora nadie se va a fijar en esos detalles. Nadie mirará los currículos de los candidatos. Nadie se acordará del Prestige. Ahora sólo hay una obsesión: la crisis y sus efectos. En el PP lo saben de sobra y se aferran a un argumentario tan elemental como demoledor. "Con esta gente (los socialistas) es imposible la recuperación", sentenció ayer Rajoy.
A LA CAZA DEL VOTO Los fontaneros de partidos y coaliciones estudian con lupa las opciones en cada circunscripción. No es casualidad que Rubalcaba abriese la campaña en Alcalá de Henares o que Rajoy lo hiciera en Castelldefels. Iban a la caza del voto más lejano, del que puede marcar finalmente la diferencia. Lo mismo que Iñigo Urkullu, del PNV, arrancó en Vitoria, en un intento de buscar allí apoyos que equilibren la previsible barrida de Amaiur en Guipuzcoa.
Una campaña sin novedades, un debate que ya hemos visto una y otra vez en el Congreso, unos argumentarios gastados previamente en cientos de entrevistas y actos públicos... Rubalcaba (merengue confeso) se inventa comparaciones al límite de lo comprensible: "Es más fácil que el Madrid gane al Barcelona que yo logre remontar a Rajoy". El número uno del PP extrema la cautela. Va y viene por los senderos que mejor conoce y pretende eludir al máximo las preguntas de los periodistas. José María Aznar, encaramado a su recrecido ego, habló en Guanajuato (México): "Pronto habrá elecciones generales en España y ganarán los buenos; es decir, los míos". Pero el último santo de la procesión aún no ha desfilado.
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