Los trabajadores de Fagor sufren un evidente ataque de estupefacción. ¿Cómo ha podido pasarles eso
a ellos, tan cooperativistas, tan eficientes, tan industriales... tan
vascos? Y su sorpresa coincide al milímetro con la de los inversores que
compraron preferentes, la de los empleados de las mil y una empresas
aparentemente sólidas que se han venido abajo, la de los votantes
defraudados. La cuestión es que los de Mondragón (y los demás) estaban
en la inopia. Tal vez creían a pies juntillas el argumentario abertzale
según el cual Euskadi es otra cosa o tal vez dejaron su vieja
tradición participativa y se apuntaron a delegar todas las decisiones en
los altos ejecutivos de la empresa. Y éstos se pasaron de listos,
cometieron errores estratégicos, abusaron del crédito y fracasaron en la
expansión y la internacionalización. Nada nuevo bajo el sol de España.
Los trabajadores-socios de Fagor no se enteraron de nada hasta que la
ruina les estalló en la cara. Lógico en un país y un mundo en el que las
cúpulas (financieras, empresariales, políticas) deciden allá arriba y
en la más absoluta oscuridad. Por eso los ciudadanos se limitan a votar
cada cuatro años a unos partidos donde carecen de presencia y de voz.
Por eso los asalariados han confiado la negociación de sus condiciones
laborales a unos sindicatos a los que ni siquiera se afiliaban. Por eso
incluso muchos miembros de consejos de administración (tanto de empresas
públicas como privadas) dicen tan anchos que ellos no se enteraban de
lo que pasaba en su sociedad. Aquí nadie ha querido ser responsable de
nada, se han roto las reglas del compromiso democrático y el resultado
es un caos acojonante.
El absentismo de las sociedades
postmodernas es increíble. El personal pasa de todo, se desentiende de
todo y deja que sean otros los que le gobiernen, le digan cuáles son sus
derechos, le administren los ahorros, le organicen el escenario
económico y le propongan la moda, el entretenimiento, los hábitos y
hasta la mejor manera de echarse un polvo. Luego, claro, vienen las
(amargas) sorpresas, el llanto y el crujir de dientes. Pobres, los de
Fagor. Qué putada.
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