Desde que la posteconomía y la postpolítica estallaron en el gran
fraude bancario del 2007, la lotería se ha convertido en el único
mecanismo evidente de movilidad social. Ahora ya no sirve para gran cosa
un título superior, ni tener una iniciativa imposible de financiar, ni
siquiera dominar las nuevas tecnologías. Sólo hay dos maneras de
ascender a las cámaras celestiales do habitan las clases altas: o eres
un genio y además tienes suerte, o eres una persona normal y tienes
tanta, tantísima suerte que pillas una primitiva, unos euromillones o un
buen pellizco de algún gordo. Por lo demás, la cúspide de la pirámide
ha quedado reservada a los que directamente nacen allí.
Por eso los anuncios de las loterías han tomado un sesgo peculiar.
Han incluido mensajes tan demoledoramente eficaces como crueles en sus
argumentos. La Primitiva, por ejemplo, se publicita pasándonos por los
morros el megaconsumo de los millonarios. Una voz insidiosa empuja tu
imaginación hacia el Shangri-la del dinero. Con infinito sadismo te
habla de yatecitos, avioncitos, vueltecitas al mundito, atiquitos... y otros fabulosos itos,
para machacarte al final: "No tenemos sueños baratos". Por supuesto. ¡A
jugaaarrr! Los euromillones ofrecen botes estratosféricos. La Once
incluye entre sus premios sueldos garantizados (lo que jamás conseguirás
currando). Y como colofón ha llegado el tradicional spot de la
no menos tradicional lotería de Navidad a explicarnos sin más rodeos que
un parado de larga duración, un tipo fracasado, acojonado y hundido,
todavía tiene salida: que el gordo toque en el bar de su barrio y que,
aunque él no jugaba porque no podía permitírselo, el dueño del
establecimiento, generosísimo, le guarde un décimo, un regalo
sorprendente que abre al pobre desdichado (al que para entonces ya se le
están saltando las lágrimas) la puerta del futuro. La historia (y su
eficaz relato cinematográfico) resulta de una obscenidad social
apabullante. Te deja KO. No sabes si llorar también, dejarte llevar por
la histeria o cabrearte y renegar en voz alta, mentando a los dioses o a
los papás de algún jefe. Es... inaudito.
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