Las Españas (en lo conceptual no solo en lo geográfico) siempre han
sido más de dos. Muchas más. Ahora mismo, por poner un caso, una parte
de la ciudadanía aún se empeña en justificar la corrupción de los suyos contraponiéndola a la de los otros.
Así se genera ese estúpido debate a dos bandas de gürteles contra ERE,
valencias contra andalucías, púnicos contra pujoles... Como si las
trapacerías de signo contrario pudiesen neutralizarse entre sí y no
cayesen todas (a peso mierda, que se decía en mi barrio) sobre la
paciencia y el bolsillo de los contribuyentes. En medio de la refriega,
en lo que podríamos denominar tierra de nadie, se ha formado otro
frente, el de quienes arremeten contra toda podredumbre (real o
imaginaria), sea del PP, del PSOE, de los sindicatos, de la patronal o
de bancos y grandes empresas. Pero dicho grupo está dividido a su vez.
Están los antipolíticos, que explícita o implícitamente piden un cirujano de hierro
(ignorantes tal vez de que estos facultativos no acaban con la
corrupción, sino que la amparan y ocultan por decreto); los filoácratas,
que imaginan una sociedad absolutamente horizontal e ignoran la
complejidad de las cosas de la vida; los rebeldes con causa, que aspiran
a encontrar una salida cambiando el sistema a base de valores,
transparencia y excelencia democrática... Hay de todo.
Pasa como con la cuestión nacional.
Escucho a partidarios de los microsoberanismos (admiradores del desafío
catalán) expresarse en términos casi idénticos a los que usan los
nacionalistas del otro lado, o sea los españolistas por la gracia de
Dios. Y sin embargo, en otras caras del poliedro hay internacionalistas
(hartos de soflamas emocionales), neutrales y desentendidos
(muchos, aburridos de tanta mandanga patriótica), federalistas,
partidarios del derecho a decidir de las periferias (pero, al tiempo,
deseosos de que tales periferias decidan quedarse)... o gente que tiene
una opinión mixta.
¿Cómo poner las cosas en su sitio y armonizar
esta especie de Torre de Babel? Con diálogo, con respeto, con libertad,
con ese sentido común al que los jefes tanto aluden... aunque luego
nunca lo ejerzan.
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