Cuando en este bendito país no había libertades (circunstancia
habitual en los dos últimos siglos), el personal vivía en la inopia, los
poderosos disfrutaban de total impunidad, jueces y periodistas se
andaban con pies de plomo, la corrupción (políticoempresarial o
políticofinanciera) era un tema tabú... y la ciudadanía, convertida en
manso rebaño y atentamente vigilada, no se enteraba de nada. ¡Ah!, qué
felicidad. Estraperlos, cupos de importación, exclusivas, contratas...
todo se resolvía en discretos despachos. Y mientras las detenciones y
fugas de El Lute llenaban las portadas de los diarios, la buena fortuna
recorría, de arriba abajo, la pirámide jerárquica; desde el despacho de
cualquier ministro hasta la cocina de un regimiento, cuyo sargento al
mando podía sacarse en un mes lo suficiente para comprarse un coche. Por
supuesto, estaba prohibido publicar tales cosas.
La democracia
ha jorobado el invento. Ahora la información fluye (a veces de forma
retorcida, pero fluye) y al final resulta que la intocable ministra Mato
acaba al borde de la imputación por su mala cabeza (y la de su
exmarido). Ha tenido que dimitir, claro. Más que nada porque el
escándalo se estaba poniendo al rojo vivo en vísperas del debate
parlamentario en el que Rajoy pretende ofrecer soluciones al problema de la corrupción. ¡Je, je!
Más allá de lo que atañe a los políticos, el mejor ejemplo de lo
perturbador que resulta el ejercicio del derecho a la información (por
devaluado que pueda estar) está en la súbita emergencia de escándalos
que afectan a la Iglesia Católica. ¡La Santa Madre Iglesia! Intocable
durante siglos, hoy ve cómo se rasgan los velos de las sacristías y por
fin salen a la luz los trapicheos con las herencias, los abusos sexuales
a menores o la causa verdadera del cese del arzobispo de Zaragoza (por
orden papal, tras ser pillado en un apaño obviamente feo).
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